El histórico café bar Miravalles

Por Facundo Paletta.
Publicación: octubre 27, 2025.

Tiempo de lectura: 3 minutos

Cafés, bares y restaurantes inaugurados entre finales del siglo XIX y principios del siglo XX en la ciudad, hay varios. Que mantengan el legado familiar, uno solo: La Lechería, que en 1923 fundó don Eustaquio con sus hijos, enfrente a la estación de trenes: “se vendían 100 litros de leche por día acá y facturas. Los canastos grandes de panadería eran todos facturas. Llenos de facturas.” Hoy devenida en café, bar, restaurant y sandwicheria, y que es atendida por Alejandro Miraballes, bisnieto del Miravalles fundador (sí, aunque sus apellidos no sean exactamente igual por el error ortográfico de un distraído empleado administrativo del registro, es la misma familia). 

El actual Miravalles fue un emprendimiento familiar desde su origen. Aquí, siete hermanos se turnaban durante día y noche para mantener abierto las veinticuatro horas un local que daba de tomar bebidas de todo tipo, principalmente infusiones a base de leche como los típicos submarinos o café con leche, a los viajeros de la ciudad, en una cuadra caracterizada en esos años por la presencia de confiterías en las plantas bajas con sus hoteles en las partes superiores. “En esa época había 14 trenes. Toda la cuadra era gastronómica acá. Esto estaba abierto las 24 horas porque estaba mi abuelo con los hermanos entonces se iban turnando”.

En el Miravalles la comida fue desde los inicios más bien un extra, no el centro de la experiencia. Siempre embanderados en la simplicidad, nunca se ofreció más que facturas, algunos sándwiches de fiambre y milanesas; y picadas para acompañar. 

Hoy lo más característico, y por lo que la gran mayoría de los clientes acuden por primera vez, es el sandwich de matambre arrollado, que con algunas empanadas caseras y tablas de picadas con escabeches, completan el menú: “El de afuera, el que viene de afuera viene a probar el sándwich de matambre y otros por el vermú, me piden que le cuente el secreto del vermú”. 

Nunca hubo platos más elaborados debido a la imposibilidad física por las dimensiones del espacio de producción, que todavía atesora reliquias, como una vieja cocina de los años ’30. Es un lugar con mística. Al que por ejemplo, se le escribieron canciones. La banda local, Luceros el Ojo Daltónico, le dedicó “la mesita del Miravalles” y Alelandro también me agregó a Los Visconti, que nombran al bar: /“desde Villa Mitre hasta el Miravalles” / en una canción dedicada a Bahía.

Reconoce que tanto él, como su pareja Nancy (quien tiene a su cargo la elaboración del matambre casero, entre otros productos del lugar), se preguntan por qué la gente los elige: “no tenemos grandes comidas, no tenemos grandes lujos”, sin embargo el valor está en otro lado, quizás en la calidez de ambos: “yo siempre digo que este bar es una familia. No tengo clientes. Somos familia. Acá entra la gente, me da un beso, me saluda. Somos Ale y Nancy”. En lo rico de lo simple, como su matambre casero y sus milanesas de nalga rebozadas por las manos de Nancy. O en el secreto del vermú, con un chorrito de Fernet y soda. O en cuestiones más abstractas como la energía de tantos tangueros que se sentaron en alguna de sus mesas, como lo hizo Gardel junto a la ventana, donde se encuentra una placa que recuerda el paso del artista rioplatense por aquí.

El bisnieto de Eustaquio también cuenta que si bien hoy están atravesando un gran momento, no siempre fue así. Hubo etapas más complicadas donde los clientes no abundaban. Él marca como punto de inflexión el año 2013, que la impronta tanguera del lugar llevó, a un grupo de fanáticos del zorzal, a proponerle armar eventos mensuales que lo empiecen a colocar como un lugar histórico-cultural, dándole inicio a un resurgir, que hoy toca el techo máximo contando con tres empleados para atender el local que se llena casi todas las noches de la semana.

La ubicación, enfrente a la estación no fue casualidad, fue estratégica y lógicamente planeada por su bisabuelo, recuerda Alejandro: “le decía a los hijos, o sea a mi abuelo y a los hermanos, que mientras funcione el tren, la familia iba a tener para comer”. Hoy se invierte la prueba: podemos afirmar, ya con una estación ferroviaria decididamente cerrada al público de pasajeros y casi en desuso, que es el Miravalles quien mantiene viva una parte de la historia de los trenes en la ciudad. Mientras haya Miravalles vamos a tener trenes, quizás no materiales, pero sí en la memoria de los que se sienten en las mesitas de la Avenida Cerri anhelando, tal vez, ser ellos también pasajeros de este viaje.

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Por Diego García.
Publicación: noviembre 6, 2025.

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Un local nombrado en honor a su producto estrella. Un producto con más de 190 años de historia. Mística por el secreto de su receta. 30.000 unidades diarias. Un único punto de venta. Una empresa familiar, con más de 200 empleados dedicados a ofrecer, día a día, la delicia lisboeta por excelencia. Les damos la bienvenida a Pastéis de Belém.

El pastel de Belén es un dulce portugués que consiste en una canastita de hojaldre finísimo, relleno de una crema pastelera y, según indica la tradición, espolvoreado con canela justo antes de comerlo. El original es este y es una marca registrada de este sitio que comenzó a venderlo allá por 1837. Cuenta la historia que la receta nace en el monasterio de la orden de los jerónimos, Santa María de Belén, vecino de la pastelería. En el contexto de la revolución portuguesa de 1820 que puso fin a la monarquía absoluta de este país, el monasterio cerró. El panadero de los monjes, ahora sin trabajo, vendió entonces su receta de los pasteles a Domingo Rafael Alves, comerciante del barrio vinculado con la caña de azúcar. Desde entonces, sobre la receta impera un celoso secreto. “Solo cuatro personas la conocen”, nos asegura Fedra, nuestra anfitriona y supervisora del lugar. 

El proceso de traspaso de la receta, nos dice, se da muy progresivamente a cocineros expertos de la pastelería, a medida que quienes tienen la fórmula van dejando de trabajar. Con esa receta, Pasteis de Belém cocina día a día entre 25 y 30 mil unidades. El récord, nos cuenta Fedra, fue un día que alcanzaron los 58.000 pastelitos. La producción es artesanal, y de eso se ocupa un grupo de unas 25 mujeres que, uno a uno, van fonzando la masa en los miles de pequeños moldes que tiene el sector de producción.  

La máquina que vierte el relleno, nos cuenta Fedra, fue especialmente desarrollada para Pastéis de Belém. Es parte fundamental de un proceso que está preparado para hornear de a 900 pastelitos por vez, en 15 bandejas de 60 piezas cada una. La recorrida por la línea de producción es interesante porque uno siente que está viendo el detrás de escena de un lugar mítico de Portugal. Suma, a esta visita, la amabilidad y predisposición de cada uno de los empleados del lugar. “La mayoría de los que estamos acá trabajamos hace 20 o 30 años”, dice Fedra. Algo bien, sin dudas, hace un lugar que sostiene a su equipo por tiempos largos. 

La visita continúa por los salones donde los clientes pueden sentarse a disfrutar de los pastelitos y de las otras opciones del menú. Estos espacios han ido creciendo en los últimos años y hoy por hoy Pastéis de Belém también agregó lugares de despacho para clientes al paso, además de lo que ellos mencionan como el “mostrador histórico”, el primero que entregó los pastelitos. 

“Lo que buscamos es que los clientes tengan una buena experiencia”, dice Fedra y este notero lo corrobora. Una humilde web gastronómica del fin del mundo escribió, hace unas semanas, para ver la posibilidad de ir a visitar una de las cocinas más icónicas del mundo. Con una amabilidad digna de los grandes, recibimos respuesta e invitación, que se tradujo en una cita perfectamente guiada, en donde Fedra nos orientó paso a paso, mientras en su rol de supervisora atendía pedidos y detalles que su equipo requería al pasar. El cuidado del detalle, como secreto de la hospitalidad. 

Terminamos la visita degustando los pastelitos en el patio del lugar. La sencillez de los ingredientes, la mística del lugar, la atención y el clima portugués hicieron que, efectivamente, viviéramos un momento irrepetible, al cual querremos volver una y otra vez.

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