Por Diego García.
Publicación: noviembre 18, 2021.

Tiempo de lectura: 6 minutos

 

Los mundos complejos requieren de personas apasionadas que los desentrañen. El de los fermentos es un mundo complejo: milenario; arraigado en culturas tan variadas como la mejicana, la tailandesa, la surcoreana, la argentina o la belga, y no tan difundido en los hábitos modernos de consumo. Bruno Maisonave, en este caso, es el apasionado que nos lo explica: empecé con la birra, y me daba mucha intriga saber qué pasaba cuando tiraba una levadura en el mosto, dice. 

Empezó con la cerveza, tal como cuenta, preparándola para uno de los emprendimientos de cerveza artesanal que, hasta 2019, aparecían día tras día en la ciudad. Luego viajó y luego volvió. Al volver, con la intención de seguir con la cerveza, llegó la mentadísima pandemia. Entonces decidí meterme en esta movida de los fermentos, gracias a mucha gente que me impulsó. Sus 10 años de experiencia como cocinero le dieron bases para investigar este universo.

Comenzó en un departamento pequeño (mientras dormía escuchaba las burbujitas de los fermentos) y ahora está en una casa que le permite explorar y experimentar mucho más. Ni bien llegamos, Bruno nos hace un recorrido por cada una de las habitaciones que tiene un rol específico para el proceso: la zona de preparación de los fermentos, la zona de envasado, la zona de refrigeración y despacho. Todo tiene un clima, un ambiente especial. El emprendimiento se llama “Alquimystic”, por la fusión de la alquimia y el misticismo. Algo de eso, quizás, es lo que se intuye en el ambiente. 

Bruno larga nombres de fermentos con una velocidad apabullante para un lego en la materia. Kefir, kombucha, tepache, ginger ale, kimchi, sauerkraut, sriracha y tempeh son algunos de los productos que ya tiene en venta en su emprendimiento. Las primeras cuatro son bebidas. Las tres que siguen son vegetales y el último se hace con legumbres. Suma, a esa lista, las gírgolas que quizás sí nos suenen más.

En el caso de las bebidas, el proceso se hace con el producto a fermentar (por ejemplo, en el caso del tepache, la cáscara de ananá) sumergido en agua azucarada y en condimentos que le den sabor (de nuevo, en el caso del tepache, Bruno lo fermenta con clavo de olor, canela y stevia). Esa mezcla, tapada apenas con un trapito para que tenga contacto con el aire, trabajará durante una semana aproximadamente hasta llegar al resultado deseado. Luego se filtra, se envasa y se refrigera. Siempre que esté en frío, dura muchísimo tiempo. Lo rotulamos con 90 días, pero he probado algunos de más tiempo y están perfectos, dice Bruno, que se ocupa de aclarar que en todo el proceso tiene en cuenta las condiciones de seguridad bromatológica de los alimentos.

Las verduras, por su parte, se trabajan con agua y sal, o con sal sola. Nuevamente, luego se les agrega los sabores deseados y se espera el tiempo necesario para que el fermento esté listo. El caso del tempeh, que es uno de los últimos productos que Bruno incorporó a Alquimystic, es distinto porque requiere esporas de hongos para que generen las bacterias que logran la fermentación. En la charla Bruno destaca el sabor y las propiedades nutricionales de este producto en especial. Todo el listado se puede conseguir a través del perfil de Instagram del emprendimiento.

Los fermentos se dan en todo el mundo porque tienen que ver con la conservación de alimentos, dice Bruno y agrega: cuando en Corea del Sur cosechaban akusai, tenían que hacer algo para poder conservarlo y que estuviera disponible el resto del año. El kimchi —cuyo flamante Día Nacional en Argentina es este 22 de noviembre— logra ese cometido: preservar el cultivo durante mucho tiempo, antes de que se eche a perder y, además,a agregarle valor. Así, entonces, los fermentos típicos de cada lugar tienen relaciones con productos abundantes que haya en ese territorio. 

Los fermentos, entre otras cosas, fortalecen la flora intestinal de quienes los consumen. Son más fáciles de digerir y, por lo tanto, generan una sinergia beneficiosa para el organismo. Bruno aboga por un consumo variado de fermentos, porque cada uno aporta diversas bacterias en la flora intestinal, que no se lograría si solo consumiéramos un tipo de fermento. 

Para quien no está en tema, es bueno animarse y buscar puertas de entrada amables, que vayan marcando caminos para seguir probando más productos. El sauerkraut, por ejemplo, es el chucrut, hecho como fermento y no cocinado. La sriracha es una salsa que se puede usar para adobar otros alimentos y el tepache que ya mencionamos sabe parecido al ananá fizz con el que brindamos. Es cuestión de probar, animarse y, claro, hablar con quienes saben. 

Bruno, para que Alquimystic crezca, sueña con un galpón gigante en donde pueda producir todo tipo de fermentos, en donde pueda dar laburo y la gente aprenda e investigue sobre este mundo. El recorrido, que requerirá paciencia y docencia, está iniciado. La pasión, sin dudas, está presente. Queda seguir, como en los fermentos, dando a cada cosa el tiempo que necesita.  

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Por Facundo Paletta.
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Tiempo de lectura: 3 minutos

Cafés, bares y restaurantes inaugurados entre finales del siglo XIX y principios del siglo XX en la ciudad, hay varios. Que mantengan el legado familiar, uno solo: La Lechería, que en 1923 fundó don Eustaquio con sus hijos, enfrente a la estación de trenes: “se vendían 100 litros de leche por día acá y facturas. Los canastos grandes de panadería eran todos facturas. Llenos de facturas.” Hoy devenida en café, bar, restaurant y sandwicheria, y que es atendida por Alejandro Miraballes, bisnieto del Miravalles fundador (sí, aunque sus apellidos no sean exactamente igual por el error ortográfico de un distraído empleado administrativo del registro, es la misma familia). 

El actual Miravalles fue un emprendimiento familiar desde su origen. Aquí, siete hermanos se turnaban durante día y noche para mantener abierto las veinticuatro horas un local que daba de tomar bebidas de todo tipo, principalmente infusiones a base de leche como los típicos submarinos o café con leche, a los viajeros de la ciudad, en una cuadra caracterizada en esos años por la presencia de confiterías en las plantas bajas con sus hoteles en las partes superiores. “En esa época había 14 trenes. Toda la cuadra era gastronómica acá. Esto estaba abierto las 24 horas porque estaba mi abuelo con los hermanos entonces se iban turnando”.

En el Miravalles la comida fue desde los inicios más bien un extra, no el centro de la experiencia. Siempre embanderados en la simplicidad, nunca se ofreció más que facturas, algunos sándwiches de fiambre y milanesas; y picadas para acompañar. 

Hoy lo más característico, y por lo que la gran mayoría de los clientes acuden por primera vez, es el sandwich de matambre arrollado, que con algunas empanadas caseras y tablas de picadas con escabeches, completan el menú: “El de afuera, el que viene de afuera viene a probar el sándwich de matambre y otros por el vermú, me piden que le cuente el secreto del vermú”. 

Nunca hubo platos más elaborados debido a la imposibilidad física por las dimensiones del espacio de producción, que todavía atesora reliquias, como una vieja cocina de los años ’30. Es un lugar con mística. Al que por ejemplo, se le escribieron canciones. La banda local, Luceros el Ojo Daltónico, le dedicó “la mesita del Miravalles” y Alelandro también me agregó a Los Visconti, que nombran al bar: /“desde Villa Mitre hasta el Miravalles” / en una canción dedicada a Bahía.

Reconoce que tanto él, como su pareja Nancy (quien tiene a su cargo la elaboración del matambre casero, entre otros productos del lugar), se preguntan por qué la gente los elige: “no tenemos grandes comidas, no tenemos grandes lujos”, sin embargo el valor está en otro lado, quizás en la calidez de ambos: “yo siempre digo que este bar es una familia. No tengo clientes. Somos familia. Acá entra la gente, me da un beso, me saluda. Somos Ale y Nancy”. En lo rico de lo simple, como su matambre casero y sus milanesas de nalga rebozadas por las manos de Nancy. O en el secreto del vermú, con un chorrito de Fernet y soda. O en cuestiones más abstractas como la energía de tantos tangueros que se sentaron en alguna de sus mesas, como lo hizo Gardel junto a la ventana, donde se encuentra una placa que recuerda el paso del artista rioplatense por aquí.

El bisnieto de Eustaquio también cuenta que si bien hoy están atravesando un gran momento, no siempre fue así. Hubo etapas más complicadas donde los clientes no abundaban. Él marca como punto de inflexión el año 2013, que la impronta tanguera del lugar llevó, a un grupo de fanáticos del zorzal, a proponerle armar eventos mensuales que lo empiecen a colocar como un lugar histórico-cultural, dándole inicio a un resurgir, que hoy toca el techo máximo contando con tres empleados para atender el local que se llena casi todas las noches de la semana.

La ubicación, enfrente a la estación no fue casualidad, fue estratégica y lógicamente planeada por su bisabuelo, recuerda Alejandro: “le decía a los hijos, o sea a mi abuelo y a los hermanos, que mientras funcione el tren, la familia iba a tener para comer”. Hoy se invierte la prueba: podemos afirmar, ya con una estación ferroviaria decididamente cerrada al público de pasajeros y casi en desuso, que es el Miravalles quien mantiene viva una parte de la historia de los trenes en la ciudad. Mientras haya Miravalles vamos a tener trenes, quizás no materiales, pero sí en la memoria de los que se sienten en las mesitas de la Avenida Cerri anhelando, tal vez, ser ellos también pasajeros de este viaje.

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