El chocolate de la Chacha

Por Diego García.
Publicación: agosto 25, 2021.

Tiempo de lectura: 5 minutos

Lo mejor que le puede pasar a un día de invierno es un chocolate caliente. Y lo mejor que le puede pasar a un chocolate caliente es que sea preparado por la mano experta de la Chacha, una vecina de Ingeniero White, repostera de toda la vida, que durante los últimos 20 años estuvo a cargo de preparar este manjar en el Museo del Puerto.

Empecé lavando las tazas y terminé a cargo del chocolate. También me ocupé de hacer las mesas dulces, porque soy repostera, cuenta Chacha. La familia, compuesta por su hija, dos nietas y una bisnieta, parece que seguirá con la tradición: ahora mi hija es la que se ocupa de las tortas, dice. 

A riesgo de generalizar, nos atrevemos a decir que Chacha es la abuela que todos queremos tener. Incansable, optimista y trabajadora como pocos, mientras estrena nueva década sigue participando de iniciativas que buscan ayudar a que su querido White esté cada día un poquito más lindo. 

El Museo del Puerto es como mi segunda casa, dice Chacha mientras reconoce que esta es mi primera entrevista por WhatsApp. Hubiéramos querido encontrarnos en vivo y en directo, pero los protocolos de la pandemia nos llevaron a tener que realizar la nota por vías electrónicas. Así y todo, la calidez de la Chacha le gana a la frialdad de la tecnología y nos regala, generosamente, los secretos de su chocolate. 

Parece simple, desde la teoría: leche bien caliente más una tableta por litro de chocolate bueno bueno bueno, enfatiza (no te digo marca porque no sé si se puede, aclara). Cuando esa mezcla llega a hervir y a espesar un poco —y mientras revuelve con cuchara de madera—, la retira del fuego, la pasa por un colador y prepara las jarras para servirlo. Si en este siglo el lector merendó en el Museo del Puerto, seguramente el chocolate que pidió fue preparado de esta forma y por la querida Chacha.

La foto se va completando: estamos dentro del Museo, con la calidez de sus pisos de madera, luz tenue y un sinfin de objetos que nutren este espacio “comunitario que registra, promueve, elabora y trabaja con el patrimonio natural y cultural del pueblo a través de relatos orales, celebración de fiestas, armado de «instalaciones» y espectáculos y el funcionamiento de sus Cocinas Dulce y Salada”, tal como cuenta el sitio IngenieroWhite.com.    

Dentro del museo, entonces, resguardándonos del frío invernal acentuado por la cercanía del mar, ya tenemos el chocolate caliente de la Chacha. ¿Con qué lo acompañamos? Con lo que quieras, decreta nuestra repostera, y enumera: tortas, tarta de coco y dulce de leche, Selva Negra, lemmon pie, tarta de frutilla… y claro, toda elección dará en el calvo y generará una experiencia memorable para el comensal.

Los mayas hablaban del chocolate como “el alimento de los dioses”. De hecho, lo ofrecían en ofrendas en distintas ceremonias y rituales. Este producto, de los más preciados de nuestro continente, avanzó, viajó y se hizo imprescindible en la pastelería europea, llegando a conquistar los paladares más exigentes. Osvaldo Gross lo menciona como “el ingrediente preferido de la pastelería”, y sin dudas lo es. 

Disfrutarlo, como ocurre con todo en la cocina, no es solo ingerirlo, sino sobretodo compartirlo, conocer su historia, y el amor y el cuidado que le ponen quienes, como la Chacha, lo han trabajado durante toda su vida.

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Por Santino Poloni.
Publicación: mayo 31, 2024.

Tiempo de lectura: 6 minutos

Sabemos que hay diversos medios de transporte como la bicicleta, el auto, el tren o el avión. Han sido innovadores en su época y la muestra de un gran avance para la sociedad. Debido a estos avances en la movilidad, durante años hemos soñado con la posibilidad de poder teletransportarnos o incluso de viajar en el tiempo. ¿Me creen si les digo que en Bahía podemos vivir esa experiencia, y además disfrutar de buena comida? Pasen y lean, pues tuve la suerte de conocer la teletransportación y el viaje en el tiempo en un mismo lugar: Gambrinus.

El clásico Gambrinus es una especie de portal: al atravesar su puerta comenzará un viaje inmediato al 1900, con una estética muy cuidada, con cafeteras antiguas pero en perfecto estado, una imponente caja registradora y los mozos que toman el pedido sin anotar. No hace falta ser muy observador para darse cuenta de que vas a comer bien: son esos pequeños indicios que ya activan las papilas gustativas con ansias de disfrutar. 

El restaurante abrió un 2 de mayo de 1890 por lo que lleva más de 130 años en la ciudad. Si bien hoy se ubica en la intersección de Anchorena y Arribeños, comenzó en Alsina 68 y su primer dueño fue Juan Holms. Luego pasó al alemán Hermman Rempfer, el cual se lo cedió a su sobrino Willy Hiebaum. En 1955 empezaría la gestión de la familia Ortega. El dueño actual es Javier Ortega que, después de varios años de hacerse cargo del negocio, hoy lo vive de una forma más tranquila, dejando su lugar de encargado para estar más distendido. “Un dato curioso es que somos los primeros clientes de Quilmes”, nos comenta Javier. Incluso, si prestamos atención en una de las paredes del local hay una placa en la que se puede leer la insignia de acompañamiento entre ambas potencias.

Anteriormente mencionamos a los mozos como una distinción del restaurante y es que son esos mozos “de antes”, que no tomaban nota y cuya atención te hace sentir especial. “De muchos, fue el primer y el último trabajo” expresa Javier. La relación, al compartir tantos años juntos, va más allá de lo laboral. Javier nos cuenta sobre sus mozos y su familia, y sobre la cantidad de anécdotas que comparte con ellos. Porque si algo le sobra al Gambrinus, además de sabores, son las anécdotas. “Cacho (Castaña) venía, cantaba Garganta con Arena y las señoras se desmayaban” cuenta Javier en una de sus anécdotas. Además del cantante de tango pasaron figuras como Moria Casán, Facundo Cabral, Soda Stereo y Los Piojos, entre otros.

Les dije que el Gambrinus lograba un viaje en el tiempo, pero también te teletransporta. A simple vista estamos en el 1900 argentino, pero con dar un bocado de alguno de sus platos nos transportamos como por arte de magia a Alemania. 

El restaurante comenzó como un bar de origen Alemán e incluso su nombre hace referencia al héroe de las leyendas europeas relacionadas con la cerveza. Las costumbres y los platos típicos nunca se perdieron: podés comer un par con papas —una porción de papas hervidas y condimentadas, y acompañadas por un par de salchichas tipo alemán—, o un chucrut que junto con una cerveza y una mostaza de la casa logran una especie de baile dentro del paladar, como si fuesen fuegos artificiales explotando en nuestras papilas gustativas. Javier nos admite que el proveedor que no puede faltar es el de las carnes, pero que con toda la materia prima es igual de exigente, para brindar el mejor servicio.

Desde chico Javier empezó a trabajar en el negocio con tareas de bodega y limpieza. Así fue pasando por todos los puestos: “me sirvió para valorar, cuando tuve que administrar el local ya sabía como funcionaba todo”, dice.

Gambrinus es historia, tanto para Bahía como para los bahienses. Y es que escuchamos infinidad de anécdotas sucedidas en ese local y con más de una nos emocionamos. Javier es un baúl lleno de anécdotas lindas, es de esas personas que al hablar ya te tienen atrapado. Así mismo, el Gambrinus es un lugar imperdible, que logra combinar su estética y su comida para poder subirte en un viaje del que da pena bajarse. Desde el momento en que abrís la puerta es obvio, aunque no lo sepas, que vas a pasarla bien. Los mozos, la panera, la comida… son todos aspectos que te van empujando al mismo destino: disfrutar.

Si sos de esas personas que han fantaseado con viajar en el tiempo, que dentro de tu imaginación lograste teletransportarte, que al mirar películas de ciencia ficción quedabas anonadado, te cuento que la solución está en Bahía Blanca, en la esquina de Anchorena y Arribeños. Además, no es ningún secreto, porque el Gambrinus, es parte de la historia bahiense.

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