Historias de cocina
Madera y tuco
Tiempo de lectura: 4 minutos
Es verano. Es temprano, pero el termómetro ya promete que el sol rajará la tierra. O no: es pleno invierno. Aunque es tarde, todavía no aclara y la chapa del galpón será una cruel cómplice del frío antepatagónico.
La escena, en ambas estaciones, es alegre, porque en cualquier caso me quedé a dormir, una vez más, en la casa de mis abuelos. Casa que tiene carpintería. Casa que tiene cocina. Casa que tiene abuelos. Casa en vacaciones. Casa que, entonces, solo puede ser feliz.
La secuencia comienza con un café latte acompañado con un caserito untado con suave manteca endulzada. Bah, así imagino que sonaría hoy, casi treinta años después, en un menú de moda. Pero era café (presumiblemente instantáneo) con leche con panconmantecayazúcar. Así, todo junto, de un solo tirón y de no muchos más bocados. Porque había que ir al taller. Al lugar en el que, ahora que era grande, me dejaban entrar.
Con 10 años, la carpintería del abuelo Tito me parecía un paraíso. Madera, clavos, herramientas, máquinas, posibilidades casi infinitas. Los grandes trabajaban y había que procurar no molestarlos. La transformación de una tabla rústica en un delicado mueble de hogar me deslumbraba. A mí me tocaba quedarme en algún rincón y, desde ahí, soñar, golpe a golpe y verso a verso: “carpintero, lindo oficio, quién no lo quiere aprender”, canturreaba el abuelo.
La mañana pasaba como si absolutamente ningún otro asunto tuviera importancia. No se dejaba nada para después. Además, era corta. Con la rigurosidad impuesta por tener el taller en casa (¿home office?), los abuelos habían acordado momentos bien claros de corte a la mañana, de almuerzo, de siesta y más (una sabiduría que recién en unos años los libros de management terminarán de captar). Entonces, a las 12, chau. El mundo imaginado desde el desayuno —apenas interrumpido por un sándwich de queso y nada más— se cortaba.
La entrada a la casa, a esa hora del mediodía, es probablemente el aroma que quedó en mi memoria. Primero, el lavado de manos, tan de moda en estos tiempos pandémicos, allá olía a viruta, mezclado con el perfume de algún jabón de turno. Después, la cocina: dije “tuco”, más arriba, pero quizás no era. Cebolla rehogada, ajo, tomate y laurel, casi seguro. Sería tuco en invierno y miles de otras opciones el resto del año. La transformación de ingredientes rústicos en un cuidado alimento me deslumbraba.
La mesa era íntima. La mesa siempre es íntima. No era mágica, no. Era un ritual cotidiano y simple, desprolijo y predecible, admirable y profundamente común.
Yo ya sabía todo: la comida estaría riquísima, sin importar si fuera pollo, ñoquis, bife, milanesa o pescado; Mirtha o el boletín gritarían desde el tele; el abuelo se limpiaría con el mantel, la abuela lo retaría y él me miraría, cómplice, invitándome a que también lo haga. Lo haría. No me retarían tanto. “Servite un poco más”, siempre. Habría postre —flan casero o fruta— y después de “andá a sacudir el mantel al patio” empezaría a caer el sueño.
Pero el sueño de la siesta es un monstruo grande ante el cual ningún niño de 10 años quiere sucumbir. Entonces chau abuela, chau abuelo, hasta mañana. Y me iba. Con mi propia llave, porque ya era grande. Pucha, ser grande.
No sé cuánto pasó. No sé si la escena se repitió un verano y un invierno, o mil de cada uno. Porque el tiempo de Cronos nada tiene que ver con el Kairós, con ese que queda registrado en las vivencias intransferibles de cada uno. Creo que fueron mil. Y se resumen en madera y tuco.
Historias de cocina
Gambrinus
Tiempo de lectura: 6 minutos
Sabemos que hay diversos medios de transporte como la bicicleta, el auto, el tren o el avión. Han sido innovadores en su época y la muestra de un gran avance para la sociedad. Debido a estos avances en la movilidad, durante años hemos soñado con la posibilidad de poder teletransportarnos o incluso de viajar en el tiempo. ¿Me creen si les digo que en Bahía podemos vivir esa experiencia, y además disfrutar de buena comida? Pasen y lean, pues tuve la suerte de conocer la teletransportación y el viaje en el tiempo en un mismo lugar: Gambrinus.
El clásico Gambrinus es una especie de portal: al atravesar su puerta comenzará un viaje inmediato al 1900, con una estética muy cuidada, con cafeteras antiguas pero en perfecto estado, una imponente caja registradora y los mozos que toman el pedido sin anotar. No hace falta ser muy observador para darse cuenta de que vas a comer bien: son esos pequeños indicios que ya activan las papilas gustativas con ansias de disfrutar.
El restaurante abrió un 2 de mayo de 1890 por lo que lleva más de 130 años en la ciudad. Si bien hoy se ubica en la intersección de Anchorena y Arribeños, comenzó en Alsina 68 y su primer dueño fue Juan Holms. Luego pasó al alemán Hermman Rempfer, el cual se lo cedió a su sobrino Willy Hiebaum. En 1955 empezaría la gestión de la familia Ortega. El dueño actual es Javier Ortega que, después de varios años de hacerse cargo del negocio, hoy lo vive de una forma más tranquila, dejando su lugar de encargado para estar más distendido. “Un dato curioso es que somos los primeros clientes de Quilmes”, nos comenta Javier. Incluso, si prestamos atención en una de las paredes del local hay una placa en la que se puede leer la insignia de acompañamiento entre ambas potencias.
Anteriormente mencionamos a los mozos como una distinción del restaurante y es que son esos mozos “de antes”, que no tomaban nota y cuya atención te hace sentir especial. “De muchos, fue el primer y el último trabajo” expresa Javier. La relación, al compartir tantos años juntos, va más allá de lo laboral. Javier nos cuenta sobre sus mozos y su familia, y sobre la cantidad de anécdotas que comparte con ellos. Porque si algo le sobra al Gambrinus, además de sabores, son las anécdotas. “Cacho (Castaña) venía, cantaba Garganta con Arena y las señoras se desmayaban” cuenta Javier en una de sus anécdotas. Además del cantante de tango pasaron figuras como Moria Casán, Facundo Cabral, Soda Stereo y Los Piojos, entre otros.
Les dije que el Gambrinus lograba un viaje en el tiempo, pero también te teletransporta. A simple vista estamos en el 1900 argentino, pero con dar un bocado de alguno de sus platos nos transportamos como por arte de magia a Alemania.
El restaurante comenzó como un bar de origen Alemán e incluso su nombre hace referencia al héroe de las leyendas europeas relacionadas con la cerveza. Las costumbres y los platos típicos nunca se perdieron: podés comer un par con papas —una porción de papas hervidas y condimentadas, y acompañadas por un par de salchichas tipo alemán—, o un chucrut que junto con una cerveza y una mostaza de la casa logran una especie de baile dentro del paladar, como si fuesen fuegos artificiales explotando en nuestras papilas gustativas. Javier nos admite que el proveedor que no puede faltar es el de las carnes, pero que con toda la materia prima es igual de exigente, para brindar el mejor servicio.
Desde chico Javier empezó a trabajar en el negocio con tareas de bodega y limpieza. Así fue pasando por todos los puestos: “me sirvió para valorar, cuando tuve que administrar el local ya sabía como funcionaba todo”, dice.
Gambrinus es historia, tanto para Bahía como para los bahienses. Y es que escuchamos infinidad de anécdotas sucedidas en ese local y con más de una nos emocionamos. Javier es un baúl lleno de anécdotas lindas, es de esas personas que al hablar ya te tienen atrapado. Así mismo, el Gambrinus es un lugar imperdible, que logra combinar su estética y su comida para poder subirte en un viaje del que da pena bajarse. Desde el momento en que abrís la puerta es obvio, aunque no lo sepas, que vas a pasarla bien. Los mozos, la panera, la comida… son todos aspectos que te van empujando al mismo destino: disfrutar.
Si sos de esas personas que han fantaseado con viajar en el tiempo, que dentro de tu imaginación lograste teletransportarte, que al mirar películas de ciencia ficción quedabas anonadado, te cuento que la solución está en Bahía Blanca, en la esquina de Anchorena y Arribeños. Además, no es ningún secreto, porque el Gambrinus, es parte de la historia bahiense.
Emprendedores
Café X Favor
Tiempo de lectura: 6 minutos
Desde chiquitos nos enseñan a compartir nuestros juguetes, en la escuela compartimos los útiles, pero a medida que vamos creciendo, parece que esas situaciones donde es necesario compartir resultan cada vez menos, o eso es lo que creemos. Sin embargo siempre existe una prenda que quedó chica, un mueble sin uso o un artefacto abandonado. En esta vorágine, en la que nos olvidamos de compartir, es que nace Café x Favor.
La propuesta llega a la Plaza Rivadavia el primero de mayo de 2022 y se instala en un foodtruck sobre la calle San Martín. El carro no solo es disruptivo por estar dentro de la misma plaza, sino que también incluye la posibilidad de compartir con el resto. ¿Cómo? Al comprar en el carrito tenés la posibilidad de dejar un “café pendiente”.
Dicho café será destinado a la gente en situación de calle o de bajos recursos que cotidianamente asisten al carro para pedir algo caliente. Si bien la iniciativa nació hace más de un siglo en Nápoles, Italia, acá en Bahía llegó hace poco, y la de Café x Favor es la única vigente en este momento.
Lucas Sandoval, con 20 años y una vida llena de experiencias, es el encargado, junto con su novia Oriana, de llevar adelante esta iniciativa desde febrero de este año. Lucas había comenzado a trabajar en noviembre del año pasado, cuando el carro tenía otro propietario: “tomando mate con el dueño, me lo ofreció”, dice Lucas. Él estaba teniendo un gran desempeño y su jefe estaba buscando nuevos horizontes. Si bien hubo muchas dudas, ya sabemos cuál fue su respuesta.
“Después de perder a mi mamá, ya era el fondo”, cuenta. Su madre falleció en enero, pero antes lo había motivado a tomar el mando del emprendimiento y es por eso que decide rendirle honor aceptando la propuesta de su jefe. “Acá en el centro es donde más se mueve la plata”, reflexiona Lucas, a la vez que le genera impotencia sentir que se hace poco por la gente que menos tiene. “Muchas veces, aunque no tengamos un café pendiente, lo entregamos igual”: Lucas dice que si un cliente deja un café pendiente, los ayuda a amortizar los costos, pero si alguien se acerca a pedirle un café y no puede pagarlo, igualmente se lo dará. “Yo veía cómo la gente entraba a pedir y los sacaban enseguida”, cuenta sobre un trabajo que tuvo en otro tiempo. A raíz de esta experiencia y de contar con una madre que le gustaba mucho ayudar, decide emprender su camino en este carrito con un perfil marcadamente solidario.
Si pasas por el foodtruck, no solo tenés la posibilidad de dejar un café pendiente (importantísimo, especialmente ahora que se vienen los días más frescos), sino que tenés que probar el caramel macchiato con sus medialunas dulces, clásicas pero buenísimas. Lucas cuenta que prefiere no sacar tanta ganancia de sus productos pero que sean de calidad y eso se refleja al momento de probar cualquiera de las opciones. El carrito está avanzando hacia la innovación y pronto contará con un estante donde la gente podrá dejar donaciones como ropa, alimentos no perecederos, entre otros, para que la gente que más lo necesita pueda pasar y llevárselo.
Muchas veces lo cotidiano nos excede y nos tapa; algunas otras simplemente nos olvidamos de nuestra situación, pero para eso existen este tipo de propuestas, donde podemos dejar un café pendiente o ese buzo que ya no te entra, los pantalones que no te gustaron o la remera que ya no usás. En cualquier caso, lo importante es que volvamos a ser como cuando eramos chiquitos y sigamos compartiendo.
Emprendedores
El Rancho de Elcira
Tiempo estimado de lectura: 10 minutos
¿Cuántas historias entran en una sola vida? Pues debe ser una pregunta que ha desvelado a más de un narrador y, en este caso, a un humilde narrador de historias gastronómicas. ¿Se puede, en lo que dura una vida, nacer en Uruguay, casarse, migrar a Argentina, tener hijos, enviudar, volver a tierras charrúas, formarse como diseñadora de modas, levantar una gran empresa textil de más de 80 empleados, fundirse en tiempos neoliberales, ser platera, volver a Argentina, tomarse un tiempo sabático para, al fin, buscar “el lugar donde pasar mi ancianidad”? Parece que sí se puede, si sos Elcira Colombo.
Elcira protagoniza toda la enumeración que escribimos en esa pregunta eterna. Es una pregunta porque, en el fondo, la intriga es qué características tiene alguien que es capaz de todo eso. Qué niveles de esperanza, resiliencia, capacidad de trabajo y visión debe tener alguien que, a lo largo de más de 60 años, llevó adelante una vida con la intensidad que estamos a punto de conocer. ¡Ah! Porque lo narrado hasta aquí es solo el prólogo de lo que nos convocó a estas líneas.
Estamos hablando de Elcira porque queremos contar la historia de El Rancho, un restaurante tipo bodegón que se encuentra a unos pocos kilómetros de Bahía, en la localidad de Argerich. “Empecé cocinando para amigos en casa y me empezaron a insistir que abriera al público”, cuenta. Qué sería de nosotros sin esas felices insistencias de nuestros amigos. Esos que nos animan a dar un poquito más, a animarnos al siguiente paso.
Su epifanía gastronómica le llegó una noche, mirando la salamandra de su casa. “Hice un pan —cuenta— y lo puse en el piso de la salamandra. Y mientras lo iba viendo crecer, maravillada, se me generó algo interior difícil de explicar. Desde ahí, me enamoré de la gastronomía”. Más de un lector podrá sentirse identificado con esa sensación única de ver crecer un pan mientras se hornea. En el caso de Elcira, esa sensación la atravesó y la trajo hasta aquí, hasta este espacio “que está en el medio de la nada, digámoslo”, y que fue construido como si fuera el vivo reflejo de todo lo que ella es.
La construcción, por ejemplo, está premiada por el Banco Interamericano de Desarrollo. Porque es una construcción sustentable, hecha en base a una técnica que Elcira aprendió en un taller que dieron en Algarrobo, basada en fardos de pasturas. A la propuesta de El Rancho se le sumó, recientemente, un hostel que Elcira bautizó el “dormisiesta”. “Es que los clientes, cuando terminaban de comer, me pedían un espacio para dormir la siesta. Entonces convertí ese lugar, que era mi viejo salón de venta de tejidos, en un hostel que ya este verano tuvo muchísimo movimiento”.
Pero volvamos a la cocina. “Yo le debo mucho a los motoqueros de la zona”, dice Elcira. Es que hubo un tiempo en el que, luego de la insistencia de muchos vecinos (intendente incluido), Elcira habilitó el restaurante. Habilitó, pero no abrió. “Estuve como un año sin abrir, no me animaba”. Cuando finalmente se animó, “estuve un mes caminando sola por las paredes; solo hacía engordar a mi perro”. Los peores miedos se hacían realidad: había preparado el lugar, se había animado y había abierto, para que nadie entrara a comer. “Pero un día llegó un motoquero de Bahía y me dijo que necesitaba un lugar para que almuercen 60 personas”. Organizaron el evento, fue todo un éxito y, en sus propias palabras, “desde ese día no paré más”.
Hoy El Rancho abre de jueves a domingo, al mediodía. Recomiendan reservar, aunque si estás en ruta y llegás a almorzar, seguramente harán lo imposible por atenderte. “El plato que siempre debo tener son los ñoquis rellenos de jamón y queso”. Cuenta que esto se debe a la cantidad de visualizaciones que tiene en Maps la foto que un comensal subió una vez que los probó: “yo te voy a hacer famosa”, le aseguró. Pero además de los ñoquis, Elcira ofrece siempre su tapa de asado braseada (“que aprendí a hacer viajando por la mítica Ruta 66 de Estados Unidos”), pamplona (un plato uruguayo de carne rellena), ravioles de verdura, tallarines a la manteca trufada y opciones de cordero, entre otros. Es que El Rancho no se maneja con carta: “acá tenés que confiar”, dice Elcira. Y vaya que vale la pena confiar.
Cuando fuimos con elpancito, y luego de conocer la historia del lugar, comenzamos a probar. Hay que destacar que todo lo que probamos es casero, desde el pan hasta la última cucharada de postre. Para empezar, nos trajeron dos entradas que estaban buenísimas: unas empanaditas agridulces con salsa de choclo y unas bruschettas con jamón crudo. De platos, como éramos tres, pedimos la pamplona, la tapa de asado y el cordero al vino blanco. Todo estaba exquisito. Sin dudas, la tapa es la opción indispensable si es que acaso pensás ir una única vez (spoiler: vas a querer ir muchas más veces). Para el momento de pedir los postres ya habíamos entendido por qué la gente le pidió un lugar para dormir la siesta, pero igual nos animamos: si algo no puede fallar en un bodegón es el flan, y el de Elcira es excelente. Con crema y dulce, como corresponde, corona el almuerzo al mejor nivel. También probamos la crema catalana y nos quedó pendiente —pues no consiguió materia prima a la altura de sus exigencias— la pera al café, que volveremos a probar en otra ocasión.
El ambiente, familiar y campestre, genera un microclima de bienestar y cariño que pocos sitios de comida pueden ostentar. Elcira se va acercando a cada mesa a conversar y a saber cómo va todo. A la mayoría de los comensales los conoce, son del pueblo o fueron específicamente hasta allí en reiteradas oportunidades. El café, en El Rancho, se lo sirve cada uno de una mesita central que tiene todos los elementos necesarios para cerrar el almuerzo.
Elcira reconoce que El Rancho le quita el sueño: “todavía no creo que me salga buena la comida; yo no duermo, de noche cocino en mi cabeza. Sueño con que se me quema la comida, con que llega gente y no tengo suficiente… no paro”. Esta obsesión, que ya hemos visto en otros cocineros que hemos entrevistado en elpancito, parece ser parte del secreto (y quizás un poco la maldición) de todos aquellos que buscan y logran la excelencia en lo que hacen. “Es que es cosa seria darte de comer”, dice Elcira. Y eso es lo que ella hizo: nos dio de comer. Sin chamuyo, sin mandar fruta, sin meter empanadas en frascos: nos dio de comer rico, abundante y casero. “Yo los quiero agasajar. Si vinieron hasta acá, si viajaron desde Bahía, desde Río Colorado o desde acá mismo, pero eligieron venir hasta acá, lo mínimo que puedo hacer es agasajarte, agradecerte”, remata. Y en estos tiempos, en los que en más de un lugar parece que te están haciendo el favor de atenderte, esa actitud de Elcira se destaca y mucho.
Decíamos al principio que la historia de El Rancho y su dueña, Elcira Colombo, es larga y ardua. “Tuve momentos muy difíciles. Compré (terreno) acá porque no podía comprar en otro lado. Trabajé mucho para volver a levantarme, juntaba puertas y ventanas con mi Duna viejo para poder ir haciendo mi propio lugar acá”, cuenta orgullosa y sin romantizar aquello de las mil vidas. “Pero acá encontré la paz. Necesitaba vivir tranquila”.
Esa paz, esa tranquilidad mental, la pudo transformar en energía que crea cosas buenas. El Rancho es un gran ejemplo, pero no el único. Elcira también es una de las fundadoras de la Fiesta Provincial del Budín Artesanal, que nació gracias a una receta familiar que ella recrea en el restaurante. Esa Fiesta, a la que en la última edición asistieron más de 5000 personas, tendrá su versión 2024 en octubre, y obviamente con elpancito estaremos allí para contar todo lo que se genere.
Elcira es de esas personas que tienen que existir. Esos ejes alrededor de los cuales se configuran cosas no solo positivas, sino además multiplicadoras. La vida le ha dado sabiduría que, sin dudas, ha sabido capitalizar. El Rancho, como reflejo de su vida, es para todos sus comensales un bálsamo que bien vale la prueba.