Madera y tuco

Por Diego García.
Publicación: noviembre 19, 2020.

Tiempo de lectura: 4 minutos

Es verano. Es temprano, pero el termómetro ya promete que el sol rajará la tierra. O no: es pleno invierno. Aunque es tarde, todavía no aclara y la chapa del galpón será una cruel cómplice del frío antepatagónico.

La escena, en ambas estaciones, es alegre, porque en cualquier caso me quedé a dormir, una vez más, en la casa de mis abuelos. Casa que tiene carpintería. Casa que tiene cocina. Casa que tiene abuelos. Casa en vacaciones. Casa que, entonces, solo puede ser feliz.

La secuencia comienza con un café latte acompañado con un caserito untado con suave manteca endulzada. Bah, así imagino que sonaría hoy, casi treinta años después, en un menú de moda. Pero era café (presumiblemente instantáneo) con leche con panconmantecayazúcar. Así, todo junto, de un solo tirón y de no muchos más bocados. Porque había que ir al taller. Al lugar en el que, ahora que era grande, me dejaban entrar.

Con 10 años, la carpintería del abuelo Tito me parecía un paraíso. Madera, clavos, herramientas, máquinas, posibilidades casi infinitas. Los grandes trabajaban y había que procurar no molestarlos. La transformación de una tabla rústica en un delicado mueble de hogar me deslumbraba. A mí me tocaba quedarme en algún rincón y, desde ahí, soñar, golpe a golpe y verso a verso: “carpintero, lindo oficio, quién no lo quiere aprender”, canturreaba el abuelo.

La mañana pasaba como si absolutamente ningún otro asunto tuviera importancia. No se dejaba nada para después. Además, era corta. Con la rigurosidad impuesta por tener el taller en casa (¿home office?), los abuelos habían acordado momentos bien claros de corte a la mañana, de almuerzo, de siesta y más (una sabiduría que recién en unos años los libros de management terminarán de captar). Entonces, a las 12, chau. El mundo imaginado desde el desayuno —apenas interrumpido por un sándwich de queso y nada más— se cortaba.

La entrada a la casa, a esa hora del mediodía, es probablemente el aroma que quedó en mi memoria. Primero, el lavado de manos, tan de moda en estos tiempos pandémicos, allá olía a viruta, mezclado con el perfume de algún jabón de turno. Después, la cocina: dije “tuco”, más arriba, pero quizás no era. Cebolla rehogada, ajo, tomate y laurel, casi seguro. Sería tuco en invierno y miles de otras opciones el resto del año. La transformación de ingredientes rústicos en un cuidado alimento me deslumbraba.

La mesa era íntima. La mesa siempre es íntima. No era mágica, no. Era un ritual cotidiano y simple, desprolijo y predecible, admirable y profundamente común.

Yo ya sabía todo: la comida estaría riquísima, sin importar si fuera pollo, ñoquis, bife, milanesa o pescado; Mirtha o el boletín gritarían desde el tele; el abuelo se limpiaría con el mantel, la abuela lo retaría y él me miraría, cómplice, invitándome a que también lo haga. Lo haría. No me retarían tanto. “Servite un poco más”, siempre. Habría postre —flan casero o fruta— y después de “andá a sacudir el mantel al patio” empezaría a caer el sueño.

Pero el sueño de la siesta es un monstruo grande ante el cual ningún niño de 10 años quiere sucumbir. Entonces chau abuela, chau abuelo, hasta mañana. Y me iba. Con mi propia llave, porque ya era grande. Pucha, ser grande.

No sé cuánto pasó. No sé si la escena se repitió un verano y un invierno, o mil de cada uno. Porque el tiempo de Cronos nada tiene que ver con el Kairós, con ese que queda registrado en las vivencias intransferibles de cada uno. Creo que fueron mil. Y se resumen en madera y tuco.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Tal vez te interese

Por Juan Peluffo.
Publicación: diciembre 8, 2025.

Tiempo de lectura: 7 minutos

Comenzar a escribir esta nota no fue fácil; resumir en un par de líneas una entrevista de una hora y media por momentos parecía imposible. Pero todo cambió cuando escuche lo que Laura me decía: “me llama la atención que gente que estudió y trabajó conmigo se dedica a otra cosa. Y eso, sostenerlo durante tantos años… yo no tuve que sostener nada, me salió de forma natural”. La cocina de Laura, tanto en lo gastronómico como en lo filosófico, se basa en esa oración: la naturalidad de la cocina.

La charla comenzó con un recorrido por su carrera. Desde los 12 hasta los 55 años actuales, ostenta una trayectoria envidiable aunque “no quiero mucha ‘lola’ mucho más tiempo”. De ahí surge la pastelería, establecida en Witcomb 127 y que contiene su identidad en el nombre propio y en uno de los motivos de su apertura: “estaba harta de lo salado”. Tras sus trabajos en restaurantes en la capital nacional para luego realizar caterings en Bahía, decidió volver a sus orígenes de la adolescencia, cuando sus clientes la buscaban en la guía telefónica para encargarle tortas.

Su vida se hizo a “doble cocción”, tal como ocurre con uno de los platos insignia de su pastelería, esa delicia italiana llamada biscotti. Los biscotti son bizcochos de masa crocante que primero se cocinan con forma de pan. Explica Laura que “esa primera masa se corta lo más finito posible” para comenzar a darle forma a la preparación final. Esos “biscui’”, como ella misma comenta que en ocasiones se lo encargan, deben secarse en la segunda cocción hasta quedar deshidratados.

Dicho proceso le otorga ese crocante característico, justo y especial, haciéndolos fáciles de comer y que no se desarmen en el proceso. Tuve la oportunidad de probarlos: su sabor marca una presencia única y se separa de su aspecto “simple”. Las frutas secas presentes los hacen plausibles de comer “con queso Camembert, queso crema, una mezcla de ambos, hacer un agridulce”, sugiere Laura. Advierte, entre risas, que “otros se los ‘bajan’ de acá hasta la casa”.

Livianos, con el tamaño exacto para no saciarte en el primer bocado ni quedar con hambre, poseen un concepto especial detrás. “Un cliente los amaba y compraba de a paquetitos. Así que le compramos una lata, se la dimos llena de biscotti y se la regalamos. Entonces, vino y pidió ‘refill’”. Rápidamente notó que ahí había una buena idea: “surge porque nos comentaban que no llegaban a comerlos a casa, por eso vienen siempre con la lata y se llevan más cantidad”. En el medio, me comenta que se pueden hacer sin agregados, solo con nueces y/o almendras.

La masa, su toque especial, “no es la misma que la del Macarón, la de los alfajores sablée, de las cookies. Cada cosa tratamos de hacerla bien específica”. Aquí radica la identidad de la pastelería. Su exactitud, fineza y “química pura”, como ella misma lo describe, se combina con la identidad propia de su manera de cocinar: alejarse de lo típico en la búsqueda de hacer algo distinto. Una búsqueda desde lo conceptual que influye directamente en lo culinario: “tratamos de hacer algo que no se encuentre tanto”.

La personalidad de Laura es especial, y así se manifiesta en sus preparaciones. Desde mi llegada al local, me ofreció cantidades de preparaciones para que notase la diferencia entre todas. Pero quiero detenerme en las frambuesas criogenizadas. Al probar, y ante mi cara de asombro, comenta que “eso lo procesás y le das un sabor auténtico y no una esencia; es tratar de minimizar ‘esto’ (mostrándome un frasco de esencia de frambuesa) y maximizar ‘lo otro’ (levantando el balde con las frambuesas criogenizadas)”. El afán por hacer algo distinto atraviesa incluso las barreras de la simplicidad y, aunque su proceso sea más trabajoso y costoso, su pasión le gana a todo lo que se le anteponga. 

“Tratamos que todo sea lo más natural, lo más fresco posible y con un sabor original. Es más lúdico que otra cosa, este laburo; no deja de ser un negocio pero si te divertís, mejor”. Cuando Laura se fue a Buenos Aires, lo hizo en busca de cumplir su sueño, el mismo que hoy mantiene al proponer la innovación constante desde la pastelería. Su filosofía se basa en seguir avanzando, en buscar siempre ser un poco mejor que ayer, sin mirar al pasado añorando lo que uno fue y buscando traerlo al presente. De ahí el juego de palabras: aquella “primera” Laura de los 90/2000 explica a la perfección la tenacidad, postura y creencias en cuanto a la manera de cocinar de la actual, pero esta “segunda” no le debe nada a la anterior y así, continúa construyendo su camino.

Ese camino busca ser realmente suyo: “te piden (los clientes) un montón de cosas que hay en todos lados, es lo que digo. Si pongo algo, quiero que sea una propuesta distinta, utilizando todo el bagaje que tengo de años”. La gran diferencia de Laura radica en querer separarse de lo que ya está, aun con las tentaciones externas: “tengo el ‘sí’ re fácil. Entonces, hacemos medialunas viernes y sábado, sin reservas. Le ponemos todas las trabas posibles”, dice riendo. El gran desafío propuesto es salirse del terreno de lo existente, estableciéndose con productos más genuinos que propios; preparaciones que solo se encuentren en lo de Laura y alejarse de la idea de hacer propio algo ajeno.

La construcción de dicho camino se basa en el enfoque por el futuro, sin pensar en demasía sobre lo que sucedió con ella en su vida. “¿Sabés cuándo miro para atrás? Cuando alguien me dice que hice la torta de nacimiento de la hija, la de sus 15 años, y la de su casamiento. Si no, soy de ir para adelante”, remarca, destacando que “hace añares que estoy acá”. Su respuesta, concisa y sin dudas, es más que una manera de pensar y proceder: es parte de un mismo proyecto que hoy encarna en la cocina en la que se encuentra. Porque hoy, Laura Labeyrie, funciona con idem y así se expresa en su nombre. “Tratamos de que las ‘L’ se vayan redondeando y sea solo ‘esto’ (mostrándome el nuevo logo), por si esto funciona sin Laura Labeyrie”.

Muy seguramente, aunque esperemos que dentro de mucho tiempo, la pastelería funcione sin su creadora. Si bien “no es tan fácil hacerlo andar solo” como dice Laura, el tiempo pasa para todos y las oportunidades y proyectos personales comienzan a tomar trascendencia de ser cumplidos antes que sea tarde. 

De una cosa hay seguridad absoluta: la pastelería no va a funcionar sin la marca de Laura Labeyrie. El éxito ganado en el camino trazado es no solo la consagración del negocio, sino el ser el nombre de un estilo de preparación.
Su sello, hecho pieza de chocolate decorativa presente en cada preparación, se encuentra presente en las manos de Juli (su compañera de cocina), en Silvina Casanova y sus chocolates que son vendidos en el local, y en los propios clientesque, tras compartir la torta Gula, la Aconcagua, la Cambalache o los Biscottis tan ansiados por sus fieles seguidores, las recomiendan como “las tortas de Laura Labeyrie”.

RestauraciOM: el fermento de la sierra

Hay lugares que no buscan llamar la atención. Lugares que, más bien, parecen esperar a que uno llegue en el momento justo. RestauraciOM, en Villa Ventana, tiene algo de eso: la sensación de haber encontrado un proyecto que no grita, […]

Pastéis de Belém

Un local nombrado en honor a su producto estrella. Un producto con más de 190 años de historia. Mística por el secreto de su receta. 30.000 unidades diarias. Un único punto de venta. Una empresa familiar, con más de 200 […]

Rústico panes: la panadería que combina arte, sabor y comunidad

En un rinconcito de la ciudad de Bahía Blanca se encuentra Rústico Panes. Se inauguró el 15 de febrero del 2025 pero nació de la iniciativa de dos amigos hace bastante tiempo: Bruno, panadero y psicólogo, y Julián Martín, diseñador […]
No hay más entradas para mostrar