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Es verano. Es temprano, pero el termómetro ya promete que el sol rajará la tierra. O no: es pleno invierno. Aunque es tarde, todavía no aclara y la chapa del galpón será una cruel cómplice del frío antepatagónico.
La escena, en ambas estaciones, es alegre, porque en cualquier caso me quedé a dormir, una vez más, en la casa de mis abuelos. Casa que tiene carpintería. Casa que tiene cocina. Casa que tiene abuelos. Casa en vacaciones. Casa que, entonces, solo puede ser feliz.
La secuencia comienza con un café latte acompañado con un caserito untado con suave manteca endulzada. Bah, así imagino que sonaría hoy, casi treinta años después, en un menú de moda. Pero era café (presumiblemente instantáneo) con leche con panconmantecayazúcar. Así, todo junto, de un solo tirón y de no muchos más bocados. Porque había que ir al taller. Al lugar en el que, ahora que era grande, me dejaban entrar.
Con 10 años, la carpintería del abuelo Tito me parecía un paraíso. Madera, clavos, herramientas, máquinas, posibilidades casi infinitas. Los grandes trabajaban y había que procurar no molestarlos. La transformación de una tabla rústica en un delicado mueble de hogar me deslumbraba. A mí me tocaba quedarme en algún rincón y, desde ahí, soñar, golpe a golpe y verso a verso: “carpintero, lindo oficio, quién no lo quiere aprender”, canturreaba el abuelo.
La mañana pasaba como si absolutamente ningún otro asunto tuviera importancia. No se dejaba nada para después. Además, era corta. Con la rigurosidad impuesta por tener el taller en casa (¿home office?), los abuelos habían acordado momentos bien claros de corte a la mañana, de almuerzo, de siesta y más (una sabiduría que recién en unos años los libros de management terminarán de captar). Entonces, a las 12, chau. El mundo imaginado desde el desayuno —apenas interrumpido por un sándwich de queso y nada más— se cortaba.
La entrada a la casa, a esa hora del mediodía, es probablemente el aroma que quedó en mi memoria. Primero, el lavado de manos, tan de moda en estos tiempos pandémicos, allá olía a viruta, mezclado con el perfume de algún jabón de turno. Después, la cocina: dije “tuco”, más arriba, pero quizás no era. Cebolla rehogada, ajo, tomate y laurel, casi seguro. Sería tuco en invierno y miles de otras opciones el resto del año. La transformación de ingredientes rústicos en un cuidado alimento me deslumbraba.
La mesa era íntima. La mesa siempre es íntima. No era mágica, no. Era un ritual cotidiano y simple, desprolijo y predecible, admirable y profundamente común.
Yo ya sabía todo: la comida estaría riquísima, sin importar si fuera pollo, ñoquis, bife, milanesa o pescado; Mirtha o el boletín gritarían desde el tele; el abuelo se limpiaría con el mantel, la abuela lo retaría y él me miraría, cómplice, invitándome a que también lo haga. Lo haría. No me retarían tanto. “Servite un poco más”, siempre. Habría postre —flan casero o fruta— y después de “andá a sacudir el mantel al patio” empezaría a caer el sueño.
Pero el sueño de la siesta es un monstruo grande ante el cual ningún niño de 10 años quiere sucumbir. Entonces chau abuela, chau abuelo, hasta mañana. Y me iba. Con mi propia llave, porque ya era grande. Pucha, ser grande.
No sé cuánto pasó. No sé si la escena se repitió un verano y un invierno, o mil de cada uno. Porque el tiempo de Cronos nada tiene que ver con el Kairós, con ese que queda registrado en las vivencias intransferibles de cada uno. Creo que fueron mil. Y se resumen en madera y tuco.