La Tradición hecha empanada

Por Diego García.
Publicación: marzo 25, 2021.

Tiempo de lectura: 4 minutos

 

En casa se cocinaba todo al horno. Por un supuesto criterio de salud y por no llenar de olor a aceite la cocina, se evitaba la fritura a toda costa. Que luego la abuela y las bolsas de la Coope trajeran Shimmys, Serenitos y chocolates, es otro cantar. Pero las milanesas se hacían al horno y los huevos fritos eran una rareza. Aparecía alguna papa frita muy de vez en cuando, pero no mucho más. 

En esa regla, inflexible, había una sola excepción. Un sábado cada varios —y en general por pedido del hermano menor de la casa— la familia se reunía alrededor de una caja de empanadas de La Tradición

La Tradición está en un local inmune al paso del tiempo, en Alvarado 178. El recuerdo de haber ido a buscar las empanadas hace 25 años coincide casi a la perfección con lo que encontré hace unos días, cuando volví luego de mucho tiempo. Revestimiento de machimbre, cuadros de Molina Campos, infografías de caballos, de cortes de carne y —claro— de empanadas, sumado a algún tarro lechero, componen el espacio. Está, además, preparado con butacas para esperar, como resabios de cuando el delivery era una excepción y la espera se podía hacer en un lugar cerrado. 

¿Cómo hacen estas casas de comida para recrear exactamente el mismo sabor que uno conserva en su recuerdo? Qué virtuosos, sin dudas, quienes logran eso en la cocina. La Tradición trabaja desde hace más de 35 años y, como decía, mi recuerdo del lugar tiene al menos 25. Es la misma empanada, la de entonces y la de hoy: no muy grandes, con una fritura perfecta, con una crocancia sublime y una suavidad memorable. Un comensal moderado comerá al menos cuatro unidades, pero fácilmente alguien más voraz llegará a la media docena.

No sellan las masas con las iniciales de los sabores, como indica la norma generalizada hoy en día, sino que persisten en utilizar sutiles marcas en el repulgue a fin de identificar cada relleno. Allí también hay nostalgia, en el juego de coincidencias entre el esquema que indica el dibujo y la forma finalmente lograda por la masa. 

La Tradición presenta una carta con catorce variedades de empanadas, entre las que destacamos la de carne picante, pollo al vino con crema y la de muzzarella, longaniza y aceitunas. Desde hace algunos años, además de la mandatoria versión frita, también las ofrecen al horno. Se adapta, claro, a los medios que exigen los tiempos actuales y hoy los pedidos se pueden hacer por Whatsapp y el local tiene su perfil en Instagram y en Facebook. El envío a domicilio, ahora, es la opción predilecta para sus clientes. 

Una vez más, la gastronomía sirve para rememorar y para reconstruir momentos familiares que nos marcaron a lo largo de nuestras vidas. La Tradición hace honor a su nombre, conservando una forma, un estilo, pero sobretodo un producto, que perdura más allá de las modas. 

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Cafés, bares y restaurantes inaugurados entre finales del siglo XIX y principios del siglo XX en la ciudad, hay varios. Que mantengan el legado familiar, uno solo: La Lechería, que en 1923 fundó don Eustaquio con sus hijos, enfrente a la estación de trenes: “se vendían 100 litros de leche por día acá y facturas. Los canastos grandes de panadería eran todos facturas. Llenos de facturas.” Hoy devenida en café, bar, restaurant y sandwicheria, y que es atendida por Alejandro Miraballes, bisnieto del Miravalles fundador (sí, aunque sus apellidos no sean exactamente igual por el error ortográfico de un distraído empleado administrativo del registro, es la misma familia). 

El actual Miravalles fue un emprendimiento familiar desde su origen. Aquí, siete hermanos se turnaban durante día y noche para mantener abierto las veinticuatro horas un local que daba de tomar bebidas de todo tipo, principalmente infusiones a base de leche como los típicos submarinos o café con leche, a los viajeros de la ciudad, en una cuadra caracterizada en esos años por la presencia de confiterías en las plantas bajas con sus hoteles en las partes superiores. “En esa época había 14 trenes. Toda la cuadra era gastronómica acá. Esto estaba abierto las 24 horas porque estaba mi abuelo con los hermanos entonces se iban turnando”.

En el Miravalles la comida fue desde los inicios más bien un extra, no el centro de la experiencia. Siempre embanderados en la simplicidad, nunca se ofreció más que facturas, algunos sándwiches de fiambre y milanesas; y picadas para acompañar. 

Hoy lo más característico, y por lo que la gran mayoría de los clientes acuden por primera vez, es el sandwich de matambre arrollado, que con algunas empanadas caseras y tablas de picadas con escabeches, completan el menú: “El de afuera, el que viene de afuera viene a probar el sándwich de matambre y otros por el vermú, me piden que le cuente el secreto del vermú”. 

Nunca hubo platos más elaborados debido a la imposibilidad física por las dimensiones del espacio de producción, que todavía atesora reliquias, como una vieja cocina de los años ’30. Es un lugar con mística. Al que por ejemplo, se le escribieron canciones. La banda local, Luceros el Ojo Daltónico, le dedicó “la mesita del Miravalles” y Alelandro también me agregó a Los Visconti, que nombran al bar: /“desde Villa Mitre hasta el Miravalles” / en una canción dedicada a Bahía.

Reconoce que tanto él, como su pareja Nancy (quien tiene a su cargo la elaboración del matambre casero, entre otros productos del lugar), se preguntan por qué la gente los elige: “no tenemos grandes comidas, no tenemos grandes lujos”, sin embargo el valor está en otro lado, quizás en la calidez de ambos: “yo siempre digo que este bar es una familia. No tengo clientes. Somos familia. Acá entra la gente, me da un beso, me saluda. Somos Ale y Nancy”. En lo rico de lo simple, como su matambre casero y sus milanesas de nalga rebozadas por las manos de Nancy. O en el secreto del vermú, con un chorrito de Fernet y soda. O en cuestiones más abstractas como la energía de tantos tangueros que se sentaron en alguna de sus mesas, como lo hizo Gardel junto a la ventana, donde se encuentra una placa que recuerda el paso del artista rioplatense por aquí.

El bisnieto de Eustaquio también cuenta que si bien hoy están atravesando un gran momento, no siempre fue así. Hubo etapas más complicadas donde los clientes no abundaban. Él marca como punto de inflexión el año 2013, que la impronta tanguera del lugar llevó, a un grupo de fanáticos del zorzal, a proponerle armar eventos mensuales que lo empiecen a colocar como un lugar histórico-cultural, dándole inicio a un resurgir, que hoy toca el techo máximo contando con tres empleados para atender el local que se llena casi todas las noches de la semana.

La ubicación, enfrente a la estación no fue casualidad, fue estratégica y lógicamente planeada por su bisabuelo, recuerda Alejandro: “le decía a los hijos, o sea a mi abuelo y a los hermanos, que mientras funcione el tren, la familia iba a tener para comer”. Hoy se invierte la prueba: podemos afirmar, ya con una estación ferroviaria decididamente cerrada al público de pasajeros y casi en desuso, que es el Miravalles quien mantiene viva una parte de la historia de los trenes en la ciudad. Mientras haya Miravalles vamos a tener trenes, quizás no materiales, pero sí en la memoria de los que se sienten en las mesitas de la Avenida Cerri anhelando, tal vez, ser ellos también pasajeros de este viaje.

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