Por Diego García.
Publicación: marzo 25, 2024.

Tiempo estimado de lectura: 10 minutos

¿Cuántas historias entran en una sola vida? Pues debe ser una pregunta que ha desvelado a más de un narrador y, en este caso, a un humilde narrador de historias gastronómicas. ¿Se puede, en lo que dura una vida, nacer en Uruguay, casarse, migrar a Argentina, tener hijos, enviudar, volver a tierras charrúas, formarse como diseñadora de modas, levantar una gran empresa textil de más de 80 empleados, fundirse en tiempos neoliberales, ser platera, volver a Argentina, tomarse un tiempo sabático para, al fin, buscar “el lugar donde pasar mi ancianidad”? Parece que sí se puede, si sos Elcira Colombo.

Elcira protagoniza toda la enumeración que escribimos en esa pregunta eterna. Es una pregunta porque, en el fondo, la intriga es qué características tiene alguien que es capaz de todo eso. Qué niveles de esperanza, resiliencia, capacidad de trabajo y visión debe tener alguien que, a lo largo de más de 60 años, llevó adelante una vida con la intensidad que estamos a punto de conocer. ¡Ah! Porque lo narrado hasta aquí es solo el prólogo de lo que nos convocó a estas líneas.

Estamos hablando de Elcira porque queremos contar la historia de El Rancho, un restaurante tipo bodegón que se encuentra a unos pocos kilómetros de Bahía, en la localidad de Argerich. “Empecé cocinando para amigos en casa y me empezaron a insistir que abriera al público”, cuenta. Qué sería de nosotros sin esas felices insistencias de nuestros amigos. Esos que nos animan a dar un poquito más, a animarnos al siguiente paso.

Su epifanía gastronómica le llegó una noche, mirando la salamandra de su casa. “Hice un pan —cuenta— y lo puse en el piso de la salamandra. Y mientras lo iba viendo crecer, maravillada, se me generó algo interior difícil de explicar. Desde ahí, me enamoré de la gastronomía”. Más de un lector podrá sentirse identificado con esa sensación única de ver crecer un pan mientras se hornea. En el caso de Elcira, esa sensación la atravesó y la trajo hasta aquí, hasta este espacio “que está en el medio de la nada, digámoslo”, y que fue construido como si fuera el vivo reflejo de todo lo que ella es.

La construcción, por ejemplo, está premiada por el Banco Interamericano de Desarrollo. Porque es una construcción sustentable, hecha en base a una técnica que Elcira aprendió en un taller que dieron en Algarrobo, basada en fardos de pasturas. A la propuesta de El Rancho se le sumó, recientemente, un hostel que Elcira bautizó el “dormisiesta”. “Es que los clientes, cuando terminaban de comer, me pedían un espacio para dormir la siesta. Entonces convertí ese lugar, que era mi viejo salón de venta de tejidos, en un hostel que ya este verano tuvo muchísimo movimiento”.

Pero volvamos a la cocina. “Yo le debo mucho a los motoqueros de la zona”, dice Elcira. Es que hubo un tiempo en el que, luego de la insistencia de muchos vecinos (intendente incluido), Elcira habilitó el restaurante. Habilitó, pero no abrió. “Estuve como un año sin abrir, no me animaba”. Cuando finalmente se animó, “estuve un mes caminando sola por las paredes; solo hacía engordar a mi perro”. Los peores miedos se hacían realidad: había preparado el lugar, se había animado y había abierto, para que nadie entrara a comer. “Pero un día llegó un motoquero de Bahía y me dijo que necesitaba un lugar para que almuercen 60 personas”. Organizaron el evento, fue todo un éxito y, en sus propias palabras, “desde ese día no paré más”.

Hoy El Rancho abre de jueves a domingo, al mediodía. Recomiendan reservar, aunque si estás en ruta y llegás a almorzar, seguramente harán lo imposible por atenderte. “El plato que siempre debo tener son los ñoquis rellenos de jamón y queso”. Cuenta que esto se debe a la cantidad de visualizaciones que tiene en Maps la foto que un comensal subió una vez que los probó: “yo te voy a hacer famosa”, le aseguró. Pero además de los ñoquis, Elcira ofrece siempre su tapa de asado braseada (“que aprendí a hacer viajando por la mítica Ruta 66 de Estados Unidos”), pamplona (un plato uruguayo de carne rellena), ravioles de verdura, tallarines a la manteca trufada y opciones de cordero, entre otros. Es que El Rancho no se maneja con carta: “acá tenés que confiar”, dice Elcira. Y vaya que vale la pena confiar.

Cuando fuimos con elpancito, y luego de conocer la historia del lugar, comenzamos a probar. Hay que destacar que todo lo que probamos es casero, desde el pan hasta la última cucharada de postre. Para empezar, nos trajeron dos entradas que estaban buenísimas: unas empanaditas agridulces con salsa de choclo y unas bruschettas con jamón crudo. De platos, como éramos tres, pedimos la pamplona, la tapa de asado y el cordero al vino blanco. Todo estaba exquisito. Sin dudas, la tapa es la opción indispensable si es que acaso pensás ir una única vez (spoiler: vas a querer ir muchas más veces). Para el momento de pedir los postres ya habíamos entendido por qué la gente le pidió un lugar para dormir la siesta, pero igual nos animamos: si algo no puede fallar en un bodegón es el flan, y el de Elcira es excelente. Con crema y dulce, como corresponde, corona el almuerzo al mejor nivel. También probamos la crema catalana y nos quedó pendiente —pues no consiguió materia prima a la altura de sus exigencias— la pera al café, que volveremos a probar en otra ocasión.

El ambiente, familiar y campestre, genera un microclima de bienestar y cariño que pocos sitios de comida pueden ostentar. Elcira se va acercando a cada mesa a conversar y a saber cómo va todo. A la mayoría de los comensales los conoce, son del pueblo o fueron específicamente hasta allí en reiteradas oportunidades. El café, en El Rancho, se lo sirve cada uno de una mesita central que tiene todos los elementos necesarios para cerrar el almuerzo.

Elcira reconoce que El Rancho le quita el sueño: “todavía no creo que me salga buena la comida; yo no duermo, de noche cocino en mi cabeza. Sueño con que se me quema la comida, con que llega gente y no tengo suficiente… no paro”. Esta obsesión, que ya hemos visto en otros cocineros que hemos entrevistado en elpancito, parece ser parte del secreto (y quizás un poco la maldición) de todos aquellos que buscan y logran la excelencia en lo que hacen. “Es que es cosa seria darte de comer”, dice Elcira. Y eso es lo que ella hizo: nos dio de comer. Sin chamuyo, sin mandar fruta, sin meter empanadas en frascos: nos dio de comer rico, abundante y casero. “Yo los quiero agasajar. Si vinieron hasta acá, si viajaron desde Bahía, desde Río Colorado o desde acá mismo, pero eligieron venir hasta acá, lo mínimo que puedo hacer es agasajarte, agradecerte”, remata. Y en estos tiempos, en los que en más de un lugar parece que te están haciendo el favor de atenderte, esa actitud de Elcira se destaca y mucho.

Decíamos al principio que la historia de El Rancho y su dueña, Elcira Colombo, es larga y ardua. “Tuve momentos muy difíciles. Compré (terreno) acá porque no podía comprar en otro lado. Trabajé mucho para volver a levantarme, juntaba puertas y ventanas con mi Duna viejo para poder ir haciendo mi propio lugar acá”, cuenta orgullosa y sin romantizar aquello de las mil vidas. “Pero acá encontré la paz. Necesitaba vivir tranquila”.

Esa paz, esa tranquilidad mental, la pudo transformar en energía que crea cosas buenas. El Rancho es un gran ejemplo, pero no el único. Elcira también es una de las fundadoras de la Fiesta Provincial del Budín Artesanal, que nació gracias a una receta familiar que ella recrea en el restaurante. Esa Fiesta, a la que en la última edición asistieron más de 5000 personas, tendrá su versión 2024 en octubre, y obviamente con elpancito estaremos allí para contar todo lo que se genere.

Elcira es de esas personas que tienen que existir. Esos ejes alrededor de los cuales se configuran cosas no solo positivas, sino además multiplicadoras. La vida le ha dado sabiduría que, sin dudas, ha sabido capitalizar. El Rancho, como reflejo de su vida, es para todos sus comensales un bálsamo que bien vale la prueba. 

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Wir Können significa nosotros podemos en alemán. El nombre les recuerda, a los dueños de este bar, que ninguna adversidad es suficientemente definitiva. Están desde 2015 en 11 de abril 602 y, a casi 10 años de su apertura, siguen manteniendo una comunidad leal a la marca “Wirko”, como le dicen algunos, es más que una marca, es como una especie de identidad, un lugar donde podés ir sin preocupaciones, relajado y mentalizado en descontracturar.

Si bien el bar abrió en este lugar en 2015, Luciana y Andrés ya tenían experiencia en el rubro gastronómico. Es en la ciudad de Dorrego, donde  tienen su otro bar llamado Quita Penas, con el cual van a cumplir 15 años de trayectoria. Los chicos querían abrir un bar plenamente dedicado a la cerveza, pero además querían que sea cerveza artesanal. Hoy puede parecer algo común, pero en esa época aún no estaba el boom de las cervecerías artesanales. Andrés nos cuenta sobre los inicios de Wir Können y los consejos que les daban. “Estás loco, tenés que tener alguna industrial, nos decían. Nosotros podemos, dijimos”. 

La familia de Andrés siempre se dedicó a la gastronomía por lo que su destino estaba a medio escribir. “Yo nací en una cocina”, nos dice bromeando. Ya desde chico su vida estuvo atravesada por distintos trabajos gastronómicos y así fue como empezó a nacer dentro suyo la idea de tener un local. Pero no fue tan rápido, sino que primero se dedicó a estudiar. Andrés estudió  geología y durante algunos años ejerció su labor. En 2009 surgió una crisis respecto a esta rama, donde él se vio afectado y quedó desempleado. Este momento fue el puntapié para emprender en lo que siempre lo había acompañado, la gastronomía.

Cuando quiso emprender y hacer su propia birra, se lo tomó en serio. “Si lo vamos a hacer, vamos a hacerlo bien” se dijo a sí mismo, e hizo un curso intensivo en Córdoba.

Sabemos que al principio nada es fácil y esto no es la excepción. “Con el tiempo nos fuimos vinculando con otras cervecerías y aprendiendo de ellos” explica Andrés sobre la curva de aprendizaje que tuvieron.

“Hacer birra es cocinar, básicamente. Y cuando ves que alguien prueba tu birra y cierra los ojos disfrutándola, es muy lindo”, nos cuenta al respecto de su exigencia con la calidad. Andrés llega al bar y cata directo de la misma canilla de la que se le sirve a los clientes para poder corroborar que la calidad sea la correcta. “Si una birra no me gusta, se desconecta el barril y vuelve para la fábrica”. 

Wirko ganó 3 campeonatos de la “Copa Argentina de Cervezas” y eso también es algo de lo que la gente que los consume está orgullosa. De todos modos, los dueños aclaran: “nosotros no hacemos birra para ganar, hacemos birra para la gente”.

Por debajo de la mesa nos deslizan que existe la posibilidad de un nuevo local, de birras nuevas y además incorporaron a su carta un gin artesanal, obviamente elaborado por ellos.

Si nunca probaste una cerveza de ellos, no lo dudes mucho. Te podes acercar al local o ir al Parque de Mayo, que los fines de semana está el carro para poder disfrutar al aire libre. Y si estás atravesando un proceso difícil, en el que las cosas cuestan y la duda se hace presente, quizá un vaso de birra te sirva para despejar, caminar un rato y voltear a ver una frase escrita en alemán,Wir Können, que cuando preguntes qué significa te va a servir para repetírtela como un mantra: nosotros podemos.

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