Por Diego García.
Publicación: mayo 23, 2021.

Tiempo de lectura: 7 minutos

 

Las fechas patrias nos invitan a las comidas que llamamos “típicas”. Algo pasa, en la conmemoración de un evento histórico, que nos hace conectar estómago con patriotismo. Queremos pasar por el cuerpo sabores de las épocas de esas gestas que hicieron nacer a la argentinidad. 

Lo curioso es que algunos platos están presentes a lo largo de todo el año, como las queridas empanadas, mientras que otros parecen ser exclusivos de una fecha. Algo así pasa con el locro. El secreto está en que le dediques todo el tiempo que necesita, dice Agustín Pavón, cocinero y propietario de El Cardón, un mítico bodegón ubicado hoy en Reynal 2801. 

Agustín comenzó a construir la versión siglo XXI de El Cardón en 2012. Con sus propias manos y en los tiempos libres que le dejaban sus otros trabajos, levantó ladrillo por ladrillo el salón y la cocina que hoy conforman el restaurante y su principal sustento de vida. Estaba yendo por un sueño. Oriundo de Saavedra, quería ofrecer en Bahía una opción de comida abundante, rica, generosa, de platos gigantes. El concepto de bodegón porteño en todo su esplendor. El nombre lo tomó heredado de otro local de cocina años atrás se ubicaba enfrente, y que despierta recuerdos y sonrisas pícaras entre los mayores de 50.

El locro, volviendo a lo que nos convoca, es un plato típico del norte argentino, hecho a base de maíz blanco. Como todo plato típico, sus ingredientes son económicos, simples y no demasiado estrictos. Al igual que la mayoría de los guisos, y hasta los platos hoy refinados como la fondue, en sus orígenes eran esencialmente “lo que se conseguía fácil y sin gastar mucho” cuando no “lo que sobraba”. Daniel Balmaceda, en “La comida en la historia argentina” cuenta que el locro tuvo su apogeo durante el siglo XIX, desde las vísperas de la Revolución hasta el filo del nuevo siglo. El protagonista porteño de este plato era la Recova, “un imponente edificio que recorría desde la calle Defensa hasta Reconquista y partía en dos la actual Plaza de Mayo”, dice el historiador. En el corazón de Buenos Aires habitaba el locro. 

Su origen es norteño, en donde, según el mismo Balmaceda, “el locro era más habitual que el puchero”. Con el tiempo parece ser que las pastas y otros platos más rápidos y prácticos para la vida moderna fueron reemplazando a esta preparación de cocción lenta, y la dejó relegada a un par de días en el año. 

Agustín no se guarda nada cuando cuenta los secretos de su preparación. El principal, como dijimos, es el tiempo. Él comienza con su locro casi dos días antes, cuando empieza a preparar las carnes para desgrasarlas y que luego el resultado final sea más sabroso. El maíz y los porotos, también, implican anticipación: 24 horas de remojo darán texturas cremosas al plato. El día de la preparación, finalmente, serán entre cuatro y cinco las horas de cocción, desde el salteado inicial de las verduras, la incorporación de las distintas carnes (cerdo, ternera, chorizos varios) hasta lograr el punto justo. El zapallo, para dar untuosidad y color, no puede faltar. Y como pasa con toda preparación de este estilo, el día siguiente va a estar más rico que el día que lo cocinás, remata.

Recetas hay miles. Él opta por seguir la de Ariel Rodriguez Palacios, a la que le suma su experiencia de más de una década en la cocina, aprendizajes de Saavedra y, además, mucha prueba y error durante la cuarentena de 2020: ahí lo perfeccioné muchísimo, dice Agustín, porque aproveché a hacerlo muchas veces.

La charla sorprende. Es domingo por la mañana y la cocina de El Cardón hace rato que está en marcha. Agustín, mientras va agregando ingredientes a la preparación que poco a poco se va transformando en locro, cuenta acelerado y en voz fuerte su historia. Una historia intensa y de cocción lenta, como los platos que le gustan hacer. La aceleración que tiene al hablar y al moverse contrasta con los tiempos de los estofados que narra, de los tucos que recomienda y, por supuesto, del locro que va creando. Ese contraste, quizás, lo define. 

Yo me podría morir mañana, y muero feliz, dice cuando es consultado por sus sueños futuros. Y amplía: ¡tengo mi propio restaurante! Este fue mi sueño y hoy lo tengo. No quiero ser masivo, quiero que la gente que venga coma rico, abundante y los podamos atender bien. Recomienda, de su carta, los canelones de verdura. Son la vedette del bodegón, reconoce. En cuanto a las carnes, el bife de chorizo es la estrella y también el orgullo de Agustín. Además, El Cardón ofrece milanesas, pastel de papas, matambre de cerdo, entraña y las guarniciones clásicas de este tipo de propuestas. Queremos mantener pocos platos y que cada quien combine con la guarnición que más le gusta, cuenta.

Poco a poco El Cardón fue creciendo y afianzando la propuesta. Al cocinero y a la única moza hoy se suman dos personas más, para reforzar el servicio. La carta de vinos va incorporando nuevas etiquetas, para afianzar la propuesta. Los tiempos de la pandemia hacen que los horarios y propuestas varíen, por lo que la recomendación es consultar en su Instagram qué van ofreciendo en cada fase. Pero nunca frenan. Al momento de esta nota estamos en los nueve días de confinamiento estricto, por lo que para probar El Cardón la alternativa es el take away. La adaptación a las circunstancias y la resiliencia vienen siendo marcas distintivas en todos los gastronómicos de la ciudad durante los tiempos pandémicos.

El locro de El Cardón se puede encargar todavía para el 24 y 25 de mayo. En tiempos de estar en casa es bueno volver a algunas raíces que nos permiten reconectar con la esencia. La cocina, como siempre, nos puede ayudar en esa experiencia.

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Por Diego García.
Publicación: noviembre 6, 2025.

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Un local nombrado en honor a su producto estrella. Un producto con más de 190 años de historia. Mística por el secreto de su receta. 30.000 unidades diarias. Un único punto de venta. Una empresa familiar, con más de 200 empleados dedicados a ofrecer, día a día, la delicia lisboeta por excelencia. Les damos la bienvenida a Pastéis de Belém.

El pastel de Belén es un dulce portugués que consiste en una canastita de hojaldre finísimo, relleno de una crema pastelera y, según indica la tradición, espolvoreado con canela justo antes de comerlo. El original es este y es una marca registrada de este sitio que comenzó a venderlo allá por 1837. Cuenta la historia que la receta nace en el monasterio de la orden de los jerónimos, Santa María de Belén, vecino de la pastelería. En el contexto de la revolución portuguesa de 1820 que puso fin a la monarquía absoluta de este país, el monasterio cerró. El panadero de los monjes, ahora sin trabajo, vendió entonces su receta de los pasteles a Domingo Rafael Alves, comerciante del barrio vinculado con la caña de azúcar. Desde entonces, sobre la receta impera un celoso secreto. “Solo cuatro personas la conocen”, nos asegura Fedra, nuestra anfitriona y supervisora del lugar. 

El proceso de traspaso de la receta, nos dice, se da muy progresivamente a cocineros expertos de la pastelería, a medida que quienes tienen la fórmula van dejando de trabajar. Con esa receta, Pasteis de Belém cocina día a día entre 25 y 30 mil unidades. El récord, nos cuenta Fedra, fue un día que alcanzaron los 58.000 pastelitos. La producción es artesanal, y de eso se ocupa un grupo de unas 25 mujeres que, uno a uno, van fonzando la masa en los miles de pequeños moldes que tiene el sector de producción.  

La máquina que vierte el relleno, nos cuenta Fedra, fue especialmente desarrollada para Pastéis de Belém. Es parte fundamental de un proceso que está preparado para hornear de a 900 pastelitos por vez, en 15 bandejas de 60 piezas cada una. La recorrida por la línea de producción es interesante porque uno siente que está viendo el detrás de escena de un lugar mítico de Portugal. Suma, a esta visita, la amabilidad y predisposición de cada uno de los empleados del lugar. “La mayoría de los que estamos acá trabajamos hace 20 o 30 años”, dice Fedra. Algo bien, sin dudas, hace un lugar que sostiene a su equipo por tiempos largos. 

La visita continúa por los salones donde los clientes pueden sentarse a disfrutar de los pastelitos y de las otras opciones del menú. Estos espacios han ido creciendo en los últimos años y hoy por hoy Pastéis de Belém también agregó lugares de despacho para clientes al paso, además de lo que ellos mencionan como el “mostrador histórico”, el primero que entregó los pastelitos. 

“Lo que buscamos es que los clientes tengan una buena experiencia”, dice Fedra y este notero lo corrobora. Una humilde web gastronómica del fin del mundo escribió, hace unas semanas, para ver la posibilidad de ir a visitar una de las cocinas más icónicas del mundo. Con una amabilidad digna de los grandes, recibimos respuesta e invitación, que se tradujo en una cita perfectamente guiada, en donde Fedra nos orientó paso a paso, mientras en su rol de supervisora atendía pedidos y detalles que su equipo requería al pasar. El cuidado del detalle, como secreto de la hospitalidad. 

Terminamos la visita degustando los pastelitos en el patio del lugar. La sencillez de los ingredientes, la mística del lugar, la atención y el clima portugués hicieron que, efectivamente, viviéramos un momento irrepetible, al cual querremos volver una y otra vez.

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