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Quiso el destino que este cronista de El Pancito estuviera, por apenas 24 horas, en la bella Nápoles, allí en el corazón del sur italiano. La suerte conspiró para que una sorpresa funcionara y entonces se encontrara, en plena vía Toledo, con Franco —un joven pizzaiolo bahiense radicado momentáneamente en Battipaglia (a 77 km de Nápoles)— y con Imma, una battipagliese born and raised, pareja de nuestro compatriota. Pasado el abrazo del reencuentro, Franco dibujó rápidamente en su cabeza un tour gastronómico improvisado, express e intensivo. Había mucho por probar y el reloj ya estaba en tiempo de descuento.
Como yo había llegado antes, pude empezar por lo básico: la pizza napolitana en su versión margherita. En uno de los miles de locales que la ofrecen, me senté para un almuerzo clásico e indispensable. El mozo, sabiéndome extranjero, me aclaró con firmeza que me la entregaba porcionada en cuatro partes porque así es como debe debe ser, como dios manda.

Dios, Dios. Porque Nápoles también es el otro dios, D10s, nuestro Maradona, que aquí es más idolatrado que en cualquier otro punto del planeta a excepción, solo quizás, de su tierra natal. Hay una imagen de Diego a cada paso. Esto, que puede ser verdad en sentido figurado, es cierto literalmente en los barrios españoles, i quartieri spagnoli, conocidos como el alma de Nápoles y en donde todo habla del ídolo. El punto neurálgico es una suerte de altar al aire libre que lo homenajea y en donde, me cuentan mis guías, se reúne la ciudad cada vez que Argentina o el Nápoli celebran un logro futbolístico.
Fue en esos barrios donde probamos el primer plato al paso, mis guías y yo: el cuoppo fritto. Se trata de un cono de papel en donde se colocan distintos pescados y mariscos rebozados y fritos. Para quien lee puede figurarse un cono de rabas, pero no solo con rabas sino también con otras variedades marinas. “Todo es pescado y cocinado en el día”, me dice Imma. Acompañado por una cerveza, el cuoppo funciona de bienvenida para comenzar a recorrer la noche napolitana.

Si hubiera sido por Franco, me hubiera llevado a probar cada una de las pizzas de la ciudad y el viaje debiera haber sido casi infinito. Su pasión por ese producto lo lleva a investigar minuciosamente el arte y la ciencia detrás de ese plato, además de degustarlo cada vez que tiene ocasión. Lo concreto es que, después de mucho pensarlo, se decantó por la pizza de Vincenzo Capuano, en pleno centro de la ciudad. Nos sentamos a comer en unas escalinatas cercanas, mientras indagué acerca de lo que hacía que una pizza napolitana fuera buena o no. “No te cae pesada”, fue la primera respuesta de Imma. Más allá de las pruebas visuales, olfativas y táctiles que uno pueda hacer, de la calidad de la materia prima y de la técnica, parece ser que el secreto está después, en la amabilidad con la que esa pizza trata a nuestro cuerpo cuando debemos digerirla. Esa es, acuerdan ambos, la prueba definitiva de su calidad. Percibo que es una comida mucho más cotidiana que en nuestra tierra. Es económica, está en todos lados, es práctica (su versión “portafoglio” es la misma pizza doblada dos veces a la mitad, por lo que resulta en una forma triangular muy fácil de llevar) y, por supuesto, es deliciosa.
Nápoles tiene una plaza central que es la del Plebiscito. Esa noche estaba cerrada porque cantaba el artista napolitano más querido de la ciudad, Gigi D’Alesio. Muchos estarán leyendo su nombre por primera vez, pero lo cierto es que la ciudad estaba revolucionada por el show de su hijo predilecto, que fue amigo de Maradona y a quien le dedicó su tema “Si turnasse a nascere”. La plaza estaba colmada de gente que coreaba sus canciones de principio a fin, en una emoción que atravesaba generaciones. Qué lindos los pueblos que abrazan así a sus ídolos. Imma se quedó disfrutando de ese espectáculo mientras con Franco fuimos a la siguiente parada obligada en cualquier rincón italiano: el helado. Debo decir que considero que Bahía tiene muy buenos helados. Pero en Italia difícilmente le erres. No sé, entonces, a cuál fuimos porque la charla nos distrajo. Pero siempre está bien andar por las calles italianas con un gelato en la mano.
El segundo día comenzó en el histórico bar Gambrinus, frente a la plaza que nombramos anteriormente. Para asegurarnos de probar las opciones más variadas, compartimos un plato degustación de varios dulces locales: la sfogliatella riccia (la de masa laminada finísima y rellena de ricotta), la sfogliatella frolla (con masa frolla y el relleno anterior), el cannolo, el babá al ron y el zeppole di San Giuseppe. Lo lindo de probar estos platos con gente local es que cada gusto tiene una historia. Este último, por ejemplo, es un dulce clásico del día del padre, que en Italia es el día de San José. Por el Gambrinus pasó Francisco, otro de los nuestros, y así lo atestigua la taza que exhiben en la vitrina de visitantes ilustres del histórico café.

La mañana avanzó y la intención era elegir bien las batallas para ir probando estratégicamente todo lo posible. Pero el andar tranquilos y la charla nos iban deteniendo casi sin querer en distintos puntos en donde fuimos probando desde confites de la chocolatería más antigua de la ciudad (“acá los confites son buenísimos”, dice Franco) hasta los taralli, que se hacen con una masa con harina, grasa, almendras y oliva (básicamente), con una textura similar a nuestros grisines, pero en forma de pequeña rosca. En algún momento de todo este recorrido tuvimos que acudir a la limonata a cosce aperte, que literalmente significa “limonada a piernas abiertas”. Se trata de una bebida (limonada, claro) que se vende en puestitos callejeros y a la que, justo antes de servirla, le agregan una pasta de bicarbonato de sodio que causa la efervescencia que obliga al bebedor a abrir las piernas para no mancharse. Su poder y su función es digestiva, para que el tour pueda continuar.
Vía San Gregorio Armeno es la calle de los pesebres. El pesebre es una tradición bien distinta, allá y acá. Aunque un poco nos hace acordar al lugar que tenía el pesebre en la casa de nuestros abuelos o más atrás. En Navidad, el centro de la ambientación del hogar es del pesebre. El arbolito está, pero como un detalle adicional. Por eso hay una calle especial para ambientar el lugar que conmemora el nacimiento de Jesús. En esta calle se puede encontrar de todo, en tres grandes rubros: estructuras (“escenografías”) de establos, montañas y paisajes donde se armará la escena; personajes de los más variados (además de los tradicionales, se suman todo tipo de profesiones) hechos a mano en corcho; y accesorios de todo tipo, para que los detalles se cuiden al extremo: farolas, balcones, comidas, mascotas y un larguísimo etc. El armado del pesebre es un momento familiar importante, nos cuenta Imma, y su protagonismo en la casa es notable. El suyo, por caso, ocupa algo así como dos metros de largo.
Alrededor de esa calle fue que probamos productos de la friggitoría Di Matteo (o Rosetta, hay discrepancias entre mis guías; de todos modos ambas existen). En español no tenemos una traducción para este tipo de locales, pero sería algo así como una “freiduría”… un lugar de frituras. Imaginará, el lector, que nada puede salir mal en un lugar así. Probamos tres platos: crocchette di patate (puré de papas en bastoncitos), frittatina di pasta classica, cacio e pepe e pistacchio con mortadella (una especie de buñuelo hecho con pasta cocida), y el zeppoline fritte, ante el mural del joven San Genaro, cuyo milagro es conocido mundialmente y esperado cada año.

Lo nombramos a Francisco, anteriormente. De su visita a Nápoles hay una crónica que da cuenta de su bendición a la pizzería de Sorbillo, la de “la tía Esterina”. “Muchos locales acá nacieron así, por una mujer que empezó a cocinar y a vender, y hoy mantienen el nombre”, cuenta Imma. Sorbillo tiene, a lo largo de apenas unos metros, un local exclusivo para pizza frita y otro para pizza napolitana normal. Probamos, por supuesto, y fue casi la despedida del tour.
Hay algo en Nápoles que me resulta familiar. Llegué a una ciudad que no conocía y sentí, como pocas veces, que ya había estado ahí, que sabía moverme en esa ciudad, que la entendía. Quizás empaticemos con algo de su caos, quizás los genes que cruzaron océanos nos sigan conectando de alguna forma, quizás la compañía hizo todo más familiar. Seguramente, todo eso.
Tan familiar todo, que el tour debió terminar casi abruptamente, pues se declaró un paro de trenes y mis guías debían volver a su ciudad antes de que todo se complicara más. El cierre, con ellos, fue un ristretto en la barra de uno de los bares del centro histórico. A los argentinos en general nos genera resistencia el ristretto, porque es un café súper fuerte y muy cortito, algo así como medio pocillo. Pero está buena la experiencia. Al café hay que ir probándolo en sus distintas formas para conocerlo e ir entendiéndolo.
El abrazo, la promesa de volver y el anhelo del reencuentro coronaron el paseo con Imma y Franco. Comer con gente del lugar, qué cosa buena. Me quedaban un par de horas antes de mi partida, por lo que caminé las calles napolitanas con paso tranquilo, contrastando un poco con la vorágine de la ciudad. Apenas antes de partir, hubo tiempo para el bocado de despedida. Una sfogliatella al paso, recién salida del horno, fue mi elección para disfrutar en medio de la elegante Galería Umberto I. “Queda mucha comida por probar”, me aseguró Imma. Volveremos, ojalá, a reincidir en este tour ancestral, extranjero y profundamente familiar.
Una respuesta
Un honor y un placer inmenso haber compartido el tour con vos, Die. Pasó demasiado rápido, pero volví a recorrerlo con esta hermosa reseña. Gracias por tus palabras y por esa sorpresa inolvidable que orquestaron con Imma. Y como se lee en las fachadas, “En Nápoles llorás dos veces, cuando llegás y cuando te vas”.