Un postre moka

Por Diego García.
Publicación: diciembre 30, 2020.

Tiempo de lectura: 4 minutos

 

Alrededor de las fiestas de fin de año, las emociones toman el poder. Estoy convencido de que muchas de las cosas que hacemos, decimos y decidimos en este tiempo, tienen que ver con el ciclo que se cierra y el balance más o menos consciente que cada uno hace de su año. Eso, en algún momento, activa acciones que no entendemos bien por qué se dan.

 

Era el último día de ñoquis del año. Pero nadie había comido ñoquis porque el verano bahiense completaba su cuarto día de corrido con una temperatura mayor a 35°. Afortunadamente, la casa familiar tiene pileta y el agua fue refugio. Sentado en ese patio, con el cielo preparando una tormenta que prometía una tregua climática, casi sin pensarlo fui hasta la cocina, al rincón en el que, sabía, mamá guardaba sus cuadernos de receta. 

 

Ella falleció hace dos años. Fue un día de enero, pero todo comenzó antes, con una internación alrededor del último día de ñoquis de aquel año. 

 

Lo que buscaba era la receta del postre moka. No hay por qué, o sí. Era el postre que más le pedían, formaba parte de su marca personal culinaria y, además, fue el postre que quedó hecho en el freezer cuando ella ya se había ido. Esos legados impensados, que alegran y duelen a la vez. 

 

La receta, aunque simple, parecía encriptada. La encontré dos veces: en uno de sus cuadernos y en un papel suelto (¿qué cuadernos de recetas recibirán nuestros hijos y nuestros nietos? ¿Un listado de favoritos de Chrome?). Los ingredientes coincidían: 200 gr de manteca, 300 gr de azúcar impalpable, 2 huevos, esencia de vainilla y café instantáneo diluido. Las vainillas estaban en el listado porque mi vieja hacía esa versión del postre moka, la que está emparentada con los trifles y el tiramisú, la que va en capas con vainillas remojadas en café o en algún licor.

 

En la hoja suelta, las instrucciones no existían. La lista era solo de ingredientes: denotaba la certeza de una autora que tenía la técnica clarísima y no necesitaba un paso a paso para novatos. Claro, ella misma había visto a su madre hacer ese postre una y otra vez.

 

La receta del cuaderno sí tenía un paso a paso, pero algo no cerraba. Le faltaban conectores, parecía incluir huevos crudos… no podía ser. Por eso, la recreación del plato demandó un poco más de investigación. Todos los caminos llevaban a dos opciones: o mamá hacía lo que hoy se popularizó como buttercream de café (esa crema típica de los cupcakes) o su versión con claras de huevo, la buttercream suiza de café.

 

Fui por esta última, que me parecía más suave y con un sabor más delicado. El proceso es de pocos pasos: se hace el merengue suizo con las claras (100 gr) y el azúcar (170 gr), batiendo a baño de María. Una vez montado, se saca del calor y se sigue batiendo hasta que esté frío. Mientras tanto, preparamos la manteca (pomada), a la que le incorporamos el café diluido (4 cdas) en la menor cantidad de agua posible, para que emulsione bien. Al merengue, finalmente, le agregamos esta mezcla de manteca y café, batiendo hasta que esté todo bien integrado. Las temperaturas son clave: si el merengue no está frío, derretirá la manteca y todo habrá sido en vano… bah, aprendizaje para la próxima.  

 

Luego resta, según el gusto de cada cocinero, armar el postre con las vainillas (2 doc aprox.) remojadas, intercalando la crema de café. Esta receta exige un recipiente que la contenga; la crema no podría generar una estructura autónoma. Para eso, para dar más cuerpo y armar, por ejemplo, una torta, la investigación dio cuenta de que se puede agregar chocolate blanco derretido. De nuevo, cuidado con las temperaturas.

 

La hoja del cuaderno cerraba contundente: “todo doble”. La herencia italiana, de familia numerosa y de encuentro frecuente, plasmada en dos palabras. “Todo doble”, ese amor hecho cocina para que alcance, para que se pueda repetir y para que el tiempo dedicado a la cocina genere sonrisas y ganas de probar más. 

 

“Todo doble”, finalmente, para un moka que se narró como receta y se detalló como historia, para que sea brindis de recuerdo por mi vieja y por todos aquellos a quienes extrañaremos el doble en estas horas que engañan, que sorprenden el doble y que nos invitan a comenzar, con esperanza redoblada, un nuevo año. Feliz 2021, de parte del equipito del pancito.

3 respuestas

  1. Vi el título y ya me vino el recuerdo de Ana , hermoso recordarla asi ..nuestro seres q ya no están especialmente nuestra madre siempre nos cobijan espiritualmente, besote y abrazo fuerte.

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Tiempo de lectura: 6 minutos

Sabemos que hay diversos medios de transporte como la bicicleta, el auto, el tren o el avión. Han sido innovadores en su época y la muestra de un gran avance para la sociedad. Debido a estos avances en la movilidad, durante años hemos soñado con la posibilidad de poder teletransportarnos o incluso de viajar en el tiempo. ¿Me creen si les digo que en Bahía podemos vivir esa experiencia, y además disfrutar de buena comida? Pasen y lean, pues tuve la suerte de conocer la teletransportación y el viaje en el tiempo en un mismo lugar: Gambrinus.

El clásico Gambrinus es una especie de portal: al atravesar su puerta comenzará un viaje inmediato al 1900, con una estética muy cuidada, con cafeteras antiguas pero en perfecto estado, una imponente caja registradora y los mozos que toman el pedido sin anotar. No hace falta ser muy observador para darse cuenta de que vas a comer bien: son esos pequeños indicios que ya activan las papilas gustativas con ansias de disfrutar. 

El restaurante abrió un 2 de mayo de 1890 por lo que lleva más de 130 años en la ciudad. Si bien hoy se ubica en la intersección de Anchorena y Arribeños, comenzó en Alsina 68 y su primer dueño fue Juan Holms. Luego pasó al alemán Hermman Rempfer, el cual se lo cedió a su sobrino Willy Hiebaum. En 1955 empezaría la gestión de la familia Ortega. El dueño actual es Javier Ortega que, después de varios años de hacerse cargo del negocio, hoy lo vive de una forma más tranquila, dejando su lugar de encargado para estar más distendido. “Un dato curioso es que somos los primeros clientes de Quilmes”, nos comenta Javier. Incluso, si prestamos atención en una de las paredes del local hay una placa en la que se puede leer la insignia de acompañamiento entre ambas potencias.

Anteriormente mencionamos a los mozos como una distinción del restaurante y es que son esos mozos “de antes”, que no tomaban nota y cuya atención te hace sentir especial. “De muchos, fue el primer y el último trabajo” expresa Javier. La relación, al compartir tantos años juntos, va más allá de lo laboral. Javier nos cuenta sobre sus mozos y su familia, y sobre la cantidad de anécdotas que comparte con ellos. Porque si algo le sobra al Gambrinus, además de sabores, son las anécdotas. “Cacho (Castaña) venía, cantaba Garganta con Arena y las señoras se desmayaban” cuenta Javier en una de sus anécdotas. Además del cantante de tango pasaron figuras como Moria Casán, Facundo Cabral, Soda Stereo y Los Piojos, entre otros.

Les dije que el Gambrinus lograba un viaje en el tiempo, pero también te teletransporta. A simple vista estamos en el 1900 argentino, pero con dar un bocado de alguno de sus platos nos transportamos como por arte de magia a Alemania. 

El restaurante comenzó como un bar de origen Alemán e incluso su nombre hace referencia al héroe de las leyendas europeas relacionadas con la cerveza. Las costumbres y los platos típicos nunca se perdieron: podés comer un par con papas —una porción de papas hervidas y condimentadas, y acompañadas por un par de salchichas tipo alemán—, o un chucrut que junto con una cerveza y una mostaza de la casa logran una especie de baile dentro del paladar, como si fuesen fuegos artificiales explotando en nuestras papilas gustativas. Javier nos admite que el proveedor que no puede faltar es el de las carnes, pero que con toda la materia prima es igual de exigente, para brindar el mejor servicio.

Desde chico Javier empezó a trabajar en el negocio con tareas de bodega y limpieza. Así fue pasando por todos los puestos: “me sirvió para valorar, cuando tuve que administrar el local ya sabía como funcionaba todo”, dice.

Gambrinus es historia, tanto para Bahía como para los bahienses. Y es que escuchamos infinidad de anécdotas sucedidas en ese local y con más de una nos emocionamos. Javier es un baúl lleno de anécdotas lindas, es de esas personas que al hablar ya te tienen atrapado. Así mismo, el Gambrinus es un lugar imperdible, que logra combinar su estética y su comida para poder subirte en un viaje del que da pena bajarse. Desde el momento en que abrís la puerta es obvio, aunque no lo sepas, que vas a pasarla bien. Los mozos, la panera, la comida… son todos aspectos que te van empujando al mismo destino: disfrutar.

Si sos de esas personas que han fantaseado con viajar en el tiempo, que dentro de tu imaginación lograste teletransportarte, que al mirar películas de ciencia ficción quedabas anonadado, te cuento que la solución está en Bahía Blanca, en la esquina de Anchorena y Arribeños. Además, no es ningún secreto, porque el Gambrinus, es parte de la historia bahiense.

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