Por Santino Poloni.
Publicación: septiembre 28, 2024.

Tiempo de lectura: 4 minutos.

Creo que no hay nada más lindo que recordar los momentos de felicidad cuando era apenas un niño. La mayoría sucedieron en mi escuela primaria, aunque hay un detalle de esos recuerdos que desbarata toda la ilusión que cargaba. Recuerdo el sonido del timbre avisando que llegó la hora de irme, los cierres de las cartucheras y las mochilas componiendo una especie de armonía, las risas y las preguntas que surgían en ese camino hacia el descanso y saber que, si me buscaba mi papá, iba a comer un alfajor con jugo. Llegaba, entonces, el momento de mayor tensión: decidir qué alfajor comería. La vida, a mi corta edad, ya me había enseñado lo que es una desilusión: ninguno, para mi joven paladar, traía la suficiente cantidad de dulce de leche.

Si te pasaba lo mismo que a mí, te vengo a contar que existe un lugar donde los alfajores son tratados como dioses y dan pena comerlos. Este lugar es Alfajorería”.

Alfajorería es un emprendimiento familiar llevado  a cabo por dos hermanas, Melody y Ayelen. La idea surge de un viaje familiar hecho a Mendoza, donde descubrieron alfajores muy distintos de los comerciales.  La vida siguió, pero la idea quedó. El tiempo dolió cuando su padre falleció y luego, quizás como homenaje, recuerdo o tenacidad por seguir juntas, las hermanas decidieron que ya era hora de arremangarse y dejar germinar aquella idea que se plantó años atrás. El primero de mayo de 2024 comenzaron y le mostraron a Bahía sus hermosos alfajores. 

Hablemos de los sabores, que con tan solo leerlos se nos grafican en nuestras mentes como delicias irresistibles: tienen alfajores de marroc casero, de Ferrero, de Kinder y Bonobon. Pero no todo es golosinas. La lista sigue, con variedades de capuccino, reducción de malbec, red velvet, coco, merengue y, por supuesto, los  clásicos con dulce de leche en abundancia bañados en chocolate negro o blanco. Como no puede faltar el alfajor más argentino del mundo, también podés pedirles a Melody y Ayelén un buen alfajor de maizena. 

Hoy no tienen local propio. Las encontramos en su Instagram y también en las ediciones de El Galpón “mientras el calor lo permita”, nos dicen. Su sueño es poder llegar a tener un local donde ofrecer un café, alguna torta y obviamente unos buenos alfajores. 

Las hermanas se complementan, “Ella es super prolija y ya sabía mucho de pastelería”, dice Ayelén sobre Melody. “Ahora nos conocemos desde otro lugar, tenemos otra complicidad, muchas horas cocinando”, completa la hermana. 

La gente suele decir que con amigos y con familia no hay que hacer negocios, pero en este caso, como en tantos otros, podemos ver que funcionan como un engranaje. El producto es hermoso, en todas sus variedades: la cantidad de relleno es para quedarse admirando, la diversidad de sabores es para disfrutar y quedarse en la indecisión, la experiencia es necesaria vivirla. 

Quizá hoy mi papá me venga a buscar y pueda ir a comer alfajores con jugo. Pero hoy, sin temor a la desilusión, sabría cuál (o mejor dicho, dónde) elegir.

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Por Facundo Paletta.
Publicación: octubre 27, 2025.

Tiempo de lectura: 3 minutos

Cafés, bares y restaurantes inaugurados entre finales del siglo XIX y principios del siglo XX en la ciudad, hay varios. Que mantengan el legado familiar, uno solo: La Lechería, que en 1923 fundó don Eustaquio con sus hijos, enfrente a la estación de trenes: “se vendían 100 litros de leche por día acá y facturas. Los canastos grandes de panadería eran todos facturas. Llenos de facturas.” Hoy devenida en café, bar, restaurant y sandwicheria, y que es atendida por Alejandro Miraballes, bisnieto del Miravalles fundador (sí, aunque sus apellidos no sean exactamente igual por el error ortográfico de un distraído empleado administrativo del registro, es la misma familia). 

El actual Miravalles fue un emprendimiento familiar desde su origen. Aquí, siete hermanos se turnaban durante día y noche para mantener abierto las veinticuatro horas un local que daba de tomar bebidas de todo tipo, principalmente infusiones a base de leche como los típicos submarinos o café con leche, a los viajeros de la ciudad, en una cuadra caracterizada en esos años por la presencia de confiterías en las plantas bajas con sus hoteles en las partes superiores. “En esa época había 14 trenes. Toda la cuadra era gastronómica acá. Esto estaba abierto las 24 horas porque estaba mi abuelo con los hermanos entonces se iban turnando”.

En el Miravalles la comida fue desde los inicios más bien un extra, no el centro de la experiencia. Siempre embanderados en la simplicidad, nunca se ofreció más que facturas, algunos sándwiches de fiambre y milanesas; y picadas para acompañar. 

Hoy lo más característico, y por lo que la gran mayoría de los clientes acuden por primera vez, es el sandwich de matambre arrollado, que con algunas empanadas caseras y tablas de picadas con escabeches, completan el menú: “El de afuera, el que viene de afuera viene a probar el sándwich de matambre y otros por el vermú, me piden que le cuente el secreto del vermú”. 

Nunca hubo platos más elaborados debido a la imposibilidad física por las dimensiones del espacio de producción, que todavía atesora reliquias, como una vieja cocina de los años ’30. Es un lugar con mística. Al que por ejemplo, se le escribieron canciones. La banda local, Luceros el Ojo Daltónico, le dedicó “la mesita del Miravalles” y Alelandro también me agregó a Los Visconti, que nombran al bar: /“desde Villa Mitre hasta el Miravalles” / en una canción dedicada a Bahía.

Reconoce que tanto él, como su pareja Nancy (quien tiene a su cargo la elaboración del matambre casero, entre otros productos del lugar), se preguntan por qué la gente los elige: “no tenemos grandes comidas, no tenemos grandes lujos”, sin embargo el valor está en otro lado, quizás en la calidez de ambos: “yo siempre digo que este bar es una familia. No tengo clientes. Somos familia. Acá entra la gente, me da un beso, me saluda. Somos Ale y Nancy”. En lo rico de lo simple, como su matambre casero y sus milanesas de nalga rebozadas por las manos de Nancy. O en el secreto del vermú, con un chorrito de Fernet y soda. O en cuestiones más abstractas como la energía de tantos tangueros que se sentaron en alguna de sus mesas, como lo hizo Gardel junto a la ventana, donde se encuentra una placa que recuerda el paso del artista rioplatense por aquí.

El bisnieto de Eustaquio también cuenta que si bien hoy están atravesando un gran momento, no siempre fue así. Hubo etapas más complicadas donde los clientes no abundaban. Él marca como punto de inflexión el año 2013, que la impronta tanguera del lugar llevó, a un grupo de fanáticos del zorzal, a proponerle armar eventos mensuales que lo empiecen a colocar como un lugar histórico-cultural, dándole inicio a un resurgir, que hoy toca el techo máximo contando con tres empleados para atender el local que se llena casi todas las noches de la semana.

La ubicación, enfrente a la estación no fue casualidad, fue estratégica y lógicamente planeada por su bisabuelo, recuerda Alejandro: “le decía a los hijos, o sea a mi abuelo y a los hermanos, que mientras funcione el tren, la familia iba a tener para comer”. Hoy se invierte la prueba: podemos afirmar, ya con una estación ferroviaria decididamente cerrada al público de pasajeros y casi en desuso, que es el Miravalles quien mantiene viva una parte de la historia de los trenes en la ciudad. Mientras haya Miravalles vamos a tener trenes, quizás no materiales, pero sí en la memoria de los que se sienten en las mesitas de la Avenida Cerri anhelando, tal vez, ser ellos también pasajeros de este viaje.

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